¿Cómo se forja una creencia? (I)
La gente suele exigir que se respeten sus creencias, por muy irracionales que sean. Porque la gente suele confundir las creencias con la esencia y dignidad de la persona, con sus cimientos espirituales, morales e ideológicos, cuando en realidad las personas deberían estar continuamente cambiando de creencias (como resultado de que siguen evolucionando, aprendiendo nuevas cosas, confrontando lo que considera más indiscutible). Por tanto, las creencias, como pasajeras, tampoco deberían tener mucho que ver con la persona.
Una persona con creencias inmutables sencillamente es una persona reacia a pensar sobre sus creencias, y por tanto sus creencias aún son menos respetables. (Sus creencias, que no su persona: las creencias no son o no deberían ser las personas). (Obviamente, uno puede creer lo que quiera, pero si decide expresar públicamente sus creencias debe asumir que éstas podrán ser criticadas, cuestionadas o incluso ridiculizadas).
El problema radica en que a la gente le cuesta admitir que las creencias sólo son producto de casualidades, no de operaciones intelectuales de alto nivel.
Además, cuando alguien decide que algo es verdad, su cerebro tiende a concebir nuevas razones para reforzar la creencia. Diversos experimentos han puesto en evidencia esta tendencia innata del cerebro, como por ejemplo el realizado por el psicólogo Gary Marcus, en el que la mitad de un grupo de personas leyó un informe de un estudio que demostraba que las aptitudes para trabajar como bombero estaban relacionadas con una puntuación elevada conseguida en un baremo de capacidad para asumir riesgos.
La otra mitad del grupo leyó lo contrario: se les indicó que un estudio demostraba que las aptitudes para trabajar como bombero guardaban una correlación negativa con la capacidad para asumir riesgos, es decir, que los propensos a asumir riesgos eran malos bomberos.
Seguidamente, se subdividió otra vez a cada grupo. A algunos se les pidió que reflexionasen sobre lo que habían leído y que anotasen las razones por las que el estudio en cuestión podía haber dado esos resultados; y a otros simplemente se les mantuvo ocupados con una serie de complicados rompecabezas geométricos como los que se incluyen en los test de inteligencia.
Lo interesante del experimento fue cuando a todos se les comunicó que el estudio que habían leído en la primera parte del experimento era falso: los científicos se habían inventado los datos. Entonces se les preguntó a todos qué pensaban realmente sobre el tema: ¿de verdad hay una correlación entre la aptitud para trabajar como bombero y la capacidad para asumir riesgos?
Incluso después de decirles que los resultados del estudio original no eran más que patrañas, las personas de los subgrupos que tuvieron la ocasión de reflexionar (y crear sus propias explicaciones) siguieron creyendo lo que habían leído inicialmente. En suma, si damos a alguien la mínima oportunidad de inventar sus propias razones para creer algo, la aprovecha al vuelo y empieza a creerlo, incluso si la prueba original ha quedado desacreditada por completo.
Es decir, que si todos fuéramos completamente racionales, sólo creeríamos en cosas que son verdad, pasando invariablemente de premisas verdaderas a conclusiones verdaderas. Sin embargo, todos tendemos a hacer justo lo contrario: partiendo de una conclusión, buscamos razones para creerla.
Y cuando digo todos, no me refiero sólo al asiduo de los libros sagrados, que aunque reciba mil y una evidencias en contra de lo que allí se refiere, seguirá buscando excusas para continuar creyendo. También sucede entre los científicos más reputados, que pueden agarrarse como un clavo ardiendo a sus conclusiones, por mucho que otros científicos aporten pruebas de lo endeble de las mismas.
Afortunadamente, las religiones aplauden esta clase de fe ciega, sí, pero la ciencia como instrumento, rechaza y desacredita al científico que tenga creencias demasiado inmutables.
Con todo, ¿cómo es posible que las creencias sean tan poderosas para el ser humano? ¿Por qué la gente mata por creencias? ¿Acaso las creencias son como virus mentales? Eso lo veremos en la próxima entrega de este artículo.
La gente suele exigir que se respeten sus creencias, por muy irracionales que sean. Porque la gente suele confundir las creencias con la esencia y dignidad de la persona, con sus cimientos espirituales, morales e ideológicos, cuando en realidad las personas deberían estar continuamente cambiando de creencias (como resultado de que siguen evolucionando, aprendiendo nuevas cosas, confrontando lo que considera más indiscutible). Por tanto, las creencias, como pasajeras, tampoco deberían tener mucho que ver con la persona.
Una persona con creencias inmutables sencillamente es una persona reacia a pensar sobre sus creencias, y por tanto sus creencias aún son menos respetables. (Sus creencias, que no su persona: las creencias no son o no deberían ser las personas). (Obviamente, uno puede creer lo que quiera, pero si decide expresar públicamente sus creencias debe asumir que éstas podrán ser criticadas, cuestionadas o incluso ridiculizadas).
El problema radica en que a la gente le cuesta admitir que las creencias sólo son producto de casualidades, no de operaciones intelectuales de alto nivel.
Además, cuando alguien decide que algo es verdad, su cerebro tiende a concebir nuevas razones para reforzar la creencia. Diversos experimentos han puesto en evidencia esta tendencia innata del cerebro, como por ejemplo el realizado por el psicólogo Gary Marcus, en el que la mitad de un grupo de personas leyó un informe de un estudio que demostraba que las aptitudes para trabajar como bombero estaban relacionadas con una puntuación elevada conseguida en un baremo de capacidad para asumir riesgos.
La otra mitad del grupo leyó lo contrario: se les indicó que un estudio demostraba que las aptitudes para trabajar como bombero guardaban una correlación negativa con la capacidad para asumir riesgos, es decir, que los propensos a asumir riesgos eran malos bomberos.
Y cuando digo todos, no me refiero sólo al asiduo de los libros sagrados, que aunque reciba mil y una evidencias en contra de lo que allí se refiere, seguirá buscando excusas para continuar creyendo. También sucede entre los científicos más reputados, que pueden agarrarse como un clavo ardiendo a sus conclusiones, por mucho que otros científicos aporten pruebas de lo endeble de las mismas.
Afortunadamente, las religiones aplauden esta clase de fe ciega, sí, pero la ciencia como instrumento, rechaza y desacredita al científico que tenga creencias demasiado inmutables.
Con todo, ¿cómo es posible que las creencias sean tan poderosas para el ser humano? ¿Por qué la gente mata por creencias? ¿Acaso las creencias son como virus mentales? Eso lo veremos en la próxima entrega de este artículo.
Una persona con creencias inmutables sencillamente es una persona reacia a pensar sobre sus creencias, y por tanto sus creencias aún son menos respetables. (Sus creencias, que no su persona: las creencias no son o no deberían ser las personas). (Obviamente, uno puede creer lo que quiera, pero si decide expresar públicamente sus creencias debe asumir que éstas podrán ser criticadas, cuestionadas o incluso ridiculizadas).
El problema radica en que a la gente le cuesta admitir que las creencias sólo son producto de casualidades, no de operaciones intelectuales de alto nivel.
Además, cuando alguien decide que algo es verdad, su cerebro tiende a concebir nuevas razones para reforzar la creencia. Diversos experimentos han puesto en evidencia esta tendencia innata del cerebro, como por ejemplo el realizado por el psicólogo Gary Marcus, en el que la mitad de un grupo de personas leyó un informe de un estudio que demostraba que las aptitudes para trabajar como bombero estaban relacionadas con una puntuación elevada conseguida en un baremo de capacidad para asumir riesgos.
La otra mitad del grupo leyó lo contrario: se les indicó que un estudio demostraba que las aptitudes para trabajar como bombero guardaban una correlación negativa con la capacidad para asumir riesgos, es decir, que los propensos a asumir riesgos eran malos bomberos.
Seguidamente, se subdividió otra vez a cada grupo. A algunos se les pidió que reflexionasen sobre lo que habían leído y que anotasen las razones por las que el estudio en cuestión podía haber dado esos resultados; y a otros simplemente se les mantuvo ocupados con una serie de complicados rompecabezas geométricos como los que se incluyen en los test de inteligencia.Lo interesante del experimento fue cuando a todos se les comunicó que el estudio que habían leído en la primera parte del experimento era falso: los científicos se habían inventado los datos. Entonces se les preguntó a todos qué pensaban realmente sobre el tema: ¿de verdad hay una correlación entre la aptitud para trabajar como bombero y la capacidad para asumir riesgos?
Incluso después de decirles que los resultados del estudio original no eran más que patrañas, las personas de los subgrupos que tuvieron la ocasión de reflexionar (y crear sus propias explicaciones) siguieron creyendo lo que habían leído inicialmente. En suma, si damos a alguien la mínima oportunidad de inventar sus propias razones para creer algo, la aprovecha al vuelo y empieza a creerlo, incluso si la prueba original ha quedado desacreditada por completo.Es decir, que si todos fuéramos completamente racionales, sólo creeríamos en cosas que son verdad, pasando invariablemente de premisas verdaderas a conclusiones verdaderas. Sin embargo, todos tendemos a hacer justo lo contrario: partiendo de una conclusión, buscamos razones para creerla.
Y cuando digo todos, no me refiero sólo al asiduo de los libros sagrados, que aunque reciba mil y una evidencias en contra de lo que allí se refiere, seguirá buscando excusas para continuar creyendo. También sucede entre los científicos más reputados, que pueden agarrarse como un clavo ardiendo a sus conclusiones, por mucho que otros científicos aporten pruebas de lo endeble de las mismas.
Afortunadamente, las religiones aplauden esta clase de fe ciega, sí, pero la ciencia como instrumento, rechaza y desacredita al científico que tenga creencias demasiado inmutables.
Con todo, ¿cómo es posible que las creencias sean tan poderosas para el ser humano? ¿Por qué la gente mata por creencias? ¿Acaso las creencias son como virus mentales? Eso lo veremos en la próxima entrega de este artículo.
¿Cómo se forja una creencia? (y II)
Según Gary Marcus, si hiciéramos una radiografía a una creencia, veríamos que ésta se compone de tres elementos fundamentales:
-La capacidad de memoria (una creencia carecería de valor si llegara y se fuera sin quedar arraigada a largo plazo en la mente).
-La capacidad de inferencia (extrayendo datos nuevos de otros antiguos, como os expliqué en la anterior entrega de este artículo).
-La capacidad de percepción.
Voy a hacer hincapié en este tercer elemento. ¿Capacidad de percepción? ¿Qué tiene que ver percepción y creencia? Muchas creencias, seguramente las más nocivas, no se basan en la vista, ni en el oído, ni tampoco en el resto de sentidos. Podríamos decir que se basan en la percepción de segunda mano, es decir, en lo que alguien o algo nos cuenta.
Precisamente, adquirir creencias por mediación de otros, sin la experiencia directa, es la clave que nos permite construir culturas y tecnologías complejas. Si no fuera así, todos, individualmente, deberíamos aprenderlo todo a base de ensayo y error, y no tendríamos tiempo para aprender tanto como aprendemos.
Así pues, la clave a la ahora de adquirir creencias racionales (aparte de que sean fácilmente erradicadas si se descubren como falsas) es hacerlo a través de un medio confiable que, de algún modo, podamos contrastar con otros medios. ¿Dónde he leído esto? ¿Sólo lo pone en un libro o en varios? ¿Qué personas lo refrendan? ¿Qué pruebas puedo adquirir por mí mismo? ¿Quiénes son sus detractores y sus razones? Etcétera.
Sin embargo, nuestro sentido crítico deja mucho que desear, y pocas veces solemos hacer caso de todas estas prevenciones (a no ser que hayamos entrenado nuestra mente al respecto, con lo cual ostentaremos un poco más de sentido crítico). Si estamos así diseñados se debe precisamente a cómo evolucionó nuestro mecanismo de la percepción.
-La capacidad de memoria (una creencia carecería de valor si llegara y se fuera sin quedar arraigada a largo plazo en la mente).
-La capacidad de inferencia (extrayendo datos nuevos de otros antiguos, como os expliqué en la anterior entrega de este artículo).
-La capacidad de percepción.
Voy a hacer hincapié en este tercer elemento. ¿Capacidad de percepción? ¿Qué tiene que ver percepción y creencia? Muchas creencias, seguramente las más nocivas, no se basan en la vista, ni en el oído, ni tampoco en el resto de sentidos. Podríamos decir que se basan en la percepción de segunda mano, es decir, en lo que alguien o algo nos cuenta.
Precisamente, adquirir creencias por mediación de otros, sin la experiencia directa, es la clave que nos permite construir culturas y tecnologías complejas. Si no fuera así, todos, individualmente, deberíamos aprenderlo todo a base de ensayo y error, y no tendríamos tiempo para aprender tanto como aprendemos.
Así pues, la clave a la ahora de adquirir creencias racionales (aparte de que sean fácilmente erradicadas si se descubren como falsas) es hacerlo a través de un medio confiable que, de algún modo, podamos contrastar con otros medios. ¿Dónde he leído esto? ¿Sólo lo pone en un libro o en varios? ¿Qué personas lo refrendan? ¿Qué pruebas puedo adquirir por mí mismo? ¿Quiénes son sus detractores y sus razones? Etcétera.
Sin embargo, nuestro sentido crítico deja mucho que desear, y pocas veces solemos hacer caso de todas estas prevenciones (a no ser que hayamos entrenado nuestra mente al respecto, con lo cual ostentaremos un poco más de sentido crítico). Si estamos así diseñados se debe precisamente a cómo evolucionó nuestro mecanismo de la percepción.
Cuando vemos algo, por lo general, podemos darlo por bueno sin temor a equivocarnos. El ciclo de formación de una creencia funciona de la misma manera: recabamos cierta información, directamente, a través de los sentidos, o quizá más a menudo a través del lenguaje y la comunicación por vía indirecta. De una manera u otra, tendremos a creerlo en el acto, y sólo después nos planteamos su veracidad, si es que llegamos a hacerlo.Esta tendencia puede tener consecuencias nefastas incluso en actividades mundanas, como el decidir si una persona posee material de pornografía infantil, por ejemplo, como se pone de manifiesto en el caso del primer candidato a la presidencia del Partido Demócrata de New Hampshire.
Aunque el que le acusó, el congresista republicano del mismo estado, no aportó ninguna prueba, el acusado no tuvo más remedio que retirarse y, en esencia, su carrera política quedó arruinada. Al final, tras una investigación de dos meses, no se halló prueba alguna, pero el daño ya estaba hecho. Puede que nuestro sistema jurídico se base en el principio de “todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario”, pero nuestra mente no.Vía | Kluge de Gary Marcus
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