Por Ray Bradbury
La ciencia ficción satisface una necesidad de los lectores que no puede saciar la ficción mainstream porque, sencillamente, la ficción mainstream no les ha prestado atención a los cambios de nuestra cultura en los últimos cincuenta años. Las ideas mayores de nuestro tiempo –el desarrollo de la medicina, la importancia de la exploración del espacio para el avance de nuestra especie– han sido relegadas. Los críticos en general están equivocados o atrasan veinte años. Es una gran pena. Se pierden de tanto. Por qué se deja de lado la ficción de la ideas es algo que me supera. No puedo explicarlo, salvo por el esnobismo intelectual.
Hubo un tiempo en que quería el reconocimiento de todos, de críticos e intelectuales, por supuesto. Pero ya no. Si mi trabajo le hubiese gustado a Norman Mailer, me hubiera suicidado. Pienso que estaba demasiado atrasado. Me alegro de no haberle gustado a Kurt Vonnegut. El tenía problemas, terribles problemas. No podía ver el mundo del modo en que yo lo veo. Supongo que yo soy demasiado Pollyana y él era demasiado Cassandra. Aunque, en realidad, prefiero pensarme como un Jano, un dios de dos caras, que se preocupa por el futuro y quizá vive demasiado en el pasado. Una combinación. No creo ser demasiado optimista.
Cuando era un escritor joven, si iba a una fiesta y decía que era un escritor de ciencia ficción, me insultaban. A mí y a cualquier otro, por supuesto: te llamaban Flash Gordon toda la noche o Buck Rogers. Sesenta años atrás no se publicaban libros de ciencia ficción. En 1946, recuerdo, se habían publicado sólo dos antologías de ciencia ficción. Y no podíamos comprarlas, porque éramos demasiado pobres. Así de escaso y poco importante era el campo. Cuando se empezaron a publicar libros, a principios de los ’50, no se reseñaban en revistas literarias. Todos éramos escritores de ciencia ficción en el closet.
Yo soy como Verne, en muchos sentidos –un escritor de fábulas morales, un instructor de humanidades–. El creía que el ser humano está en una situación muy extraña en un mundo muy extraño, y cree que puede triunfar comportándose moralmente. Su héroe Nemo –de alguna manera la otra cara del enloquecido Ahab de Melville– anda por el mundo sacándole las armas a la gente para enseñarles la paz.
Todo empezó con Poe. Lo imité desde que tenía 12 años hasta los 18. Me enamoré de la joyería de Poe. Es un incrustador de gemas, ¿no? Lo mismo que Edgar Rice Burroughs y John Carter. Y los comics. Y los programas de radio imaginativos, especialmente Chandu, El Mago. Estoy seguro de que era bastante berreta, pero no para mí. Cada noche, cuando el show terminaba, me sentaba y escribía de memoria todo el guión. No podía evitarlo. Soy un conglomerado de basura pero también tengo mis amores “literarios”. Me gusta pensar que soy un tren que atraviesa Estados Unidos a la medianoche y conversa con sus escritores favoritos. Y en ese tren iría gente como George Bernard Shaw. Frost, Shakespeare, Steinbeck, Huxley, Thomas Wolfe. Cuando uno tiene 19 años, Wolfe abre puertas. Usamos a ciertos autores en ciertos momentos de nuestras vidas, pero con otros, el romance es hasta el fin. Thomas Mann, por ejemplo. Leí Muerte en Venecia a los 20 y mejora cada año. El estilo es la verdad. Una vez que uno sabe qué decir sobre sí mismo y sus miedos y su vida, eso se convierte en el estilo de uno, y uno recurre a esos escritores que pueden enseñar las palabras para armar esa verdad. Yo aprendí de Steinbeck y de mujeres que amé locamente, como Eudora Welty o Katherine Anne Porter.
Soy un bibliotecario. Me descubrí a mí mismo en una biblioteca. Cuando me gradué de la secundaria en 1938 empecé a ir a biblioteca tres noches por semana y lo hice durante diez años, hasta que me casé. Tenía veintisiete años. La biblioteca es la escuela. No se puede aprender a escribir en la universidad. Es un pésimo lugar para los escritores porque los profesores creen saber más que los alumnos –y eso es falso–. Tienen prejuicios. Les puede gustar Henry James pero, ¿quién quiere escribir como Henry James? No entiendo por qué se enseñan la mayoría de los escritores que se dan en las universidades en los últimos treinta años. No sé por qué la gente los lee ni por qué se los estudia.
Puedo trabajar en cualquier lado. Escribí en habitaciones y en livings cuando era adolescente en la casa de mis padres, una casa pequeña en Los Ángeles. Trabajaba en mi máquina de escribir, con la radio a todo volumen y mi hermano y mis padres hablando todo el tiempo. Después, cuando quise escribir Fahrenheit 451, fui a la UCLA y encontré una habitación de tipeo en el sótano; se insertaban monedas de 10 centavos en la máquina de escribir y así se compraba media hora de tipeo por vez.
Escribo todo el tiempo. Me levanto sin saber qué voy a hacer. Usualmente tengo una percepción al amanecer, cuando despierto. Tengo lo que llamo “el teatro de la mañana” en la cabeza, todas estas voces que me hablan. Cuando vienen con una buena metáfora, salto de la cama y las atrapo antes de que desaparezcan.
Es obvio que disfruto de escribir. Es la exquisita dicha y la locura de mi vida y no entiendo a los escritores que lo sienten como un trabajo. A mí me gusta jugar. Me interesa divertirme con las ideas, echarlas al aire como papel picado y correr bajo ellas. Si tuviera que trabajar, habría abandonado la escritura. No me gusta trabajar.
De suplemento Radar, Página 12, 10/06/2012
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