PROMESAS
Muerte y resurrección del libro
Si bien nunca deposité demasiadas expectativas en el Día del Padre, las decepciones al abrir los regalos han llegado a ser mayúsculas cuando me encontraba con un pullover gris (o peor aun: celeste grisáceo), que pasaba a integrar el lote de ropa que jamás usaría, salvo en el campo y para dedicarme a las más rústicas tareas. ¿Es que tan poco me conocen mis hijos?
Este año, sin embargo, las circunstancias se confabularon para regalarme sensaciones insospechadas. Al abrir el regalo me encontré con un... ¡lector de libros electrónicos! de la marca Kindle, dispositivo que nunca había incorporado a mi horizonte tecnológico de deseos. Es más: muchas veces expresé mi desconfianza en relación con nociones como papel y tinta electrónicos, que me parecían una superchería más interpuesta en la libre disponibilidad del material de lectura.
Pero mis prejuicios se vieron pronto aniquilados. Lo primero que cargué en mi Kindle fue Proust (en castellano y en francés), y me lancé a la aventura de volver a marcar en la versión electrónica mis pasajes predilectos.
Noté que la pantalla, que no emite luz, es ciertamente mucho más amable que la de cualquier computadora o tableta: si jamás había podido leer un libro en los dispositivos electrónicos con los que contaba, en el lector, en cambio, podía hacerlo porque la relación física entre el ojo y el papel electrónico no guarda mayores diferencias que la relación entre el ojo y el papel de celulosa.
Pronto acondicioné mi rinconcito hogareño de lectura (sillón cómodo y lámpara focalizada sobre el lugar donde el libro estará apoyado) al nuevo dispositivo (no debe ser bueno para su integridad si me duermo y el libro se me cae de las manos).
Y me lancé a cargar lecturas, porque pocos días después iba a emprender un vuelo transatlántico diurno. Fue entonces cuando mis aprensiones (todas ellas) fueron a parar al retrete del Airbus que me transportaba. Porque, ligero de equipaje, tenía sin embargo 12 o más libros para entretenerme (uno nunca sabe cuál libro será el adecuado para pasar el rato en situaciones tan artificiales).
Empecé a leer una novela de P.D. James (había cargado dos, gratuitamente). Y fue dulce el encuentro con el fin del libro impreso. Me incorporé, al final del viaje, a un equipo de trabajo en la ciudad de Toulouse, al pie de los Pirineos. Mi nuevo artilugio fue muy envidiado: los demás habían cargado al menos cinco kilos de lecturas cada uno, y yo llevaba en mi bolsillo unos pocos gramos, atiborrados de mundos y promesas.
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