Mala conducta en la ciencia y la medicina
INSTRUCTIONAL LECTURE: GENERAL ORTHOPAEDICS
Autor: Alain Charles Masquelet
Afiliación: National Academy of Medicine, París, Francia
Correspondencia: acmasquelet@free.fr
Este trabajo fue presentado como Instructional Lecture en el 24º Congreso Anual de EFORT en mayo de 2023, Viena, Austria.
EFORT Open Reviews (2025) 10: 439–444 — https://doi.org/10.1530/EOR-2025-0126.
Palabras clave (original): orthopedics; orthopaedics; misconduct; Covid; Covid-19
Un aspecto positivo de la crisis sanitaria por Covid-19 fue
recordarnos que la ciencia —y en particular la ciencia médica— no es un
largo río tranquilo, majestuoso y prístino. En los primeros meses de la
pandemia, la crisis puso de manifiesto un problema que, si no tabú, al
menos suele permanecer escondido. Ese problema recibe muchos nombres:
impostura, mistificación, engaño. Pero, como se le llame, es y sigue
siendo lo que es: fraude… fraude científico.
Volvamos a inicios de 2020, cuando Francia impuso su primer
confinamiento. Duró tres meses y, en junio, el país quedó convulsionado
cuando lectores no especializados de la prensa general descubrieron con
asombro que la ciencia médica puede estar plagada no solo de errores de
todo tipo —por supuesto—, sino también de conductas indebidas e incluso
fechorías.
Todo comenzó con una advertencia —una “expresión de preocupación” (1)— publicada en The Lancet
el 3 de junio, respecto a un artículo que la revista había publicado
menos de dos semanas antes (2). Ahora bien, cualquier artículo que
aparece en The Lancet es, a priori, fidedigno. El
artículo, publicado el 22 de mayo, informaba sobre un estudio basado en
expedientes electrónicos de 96 000 pacientes hospitalizados por Covid-19
(3). El estudio sugería con fuerza que los pacientes tratados con
cloroquina o hidroxicloroquina tenían mayor mortalidad y más problemas
cardiacos; y fue ese artículo el que llevó a la Organización Mundial de
la Salud a suspender la inclusión de pacientes tratados con cloroquina
en su ensayo clínico internacional Solidarity. Del mismo modo,
en Francia, el ministro Olivier Véran solicitó la opinión del Alto
Consejo de Salud Pública, que se declaró desfavorable al uso de
cloroquina, al menos en el contexto hospitalario; de igual manera, se
suspendió el ensayo Discovery de INSERM.
Un tal Mandeep Mehra, de la Harvard Medical School, había realizado
el estudio. Afirmaba basarse en datos de una empresa llamada
Surgisphere, fundada por un cirujano, Sapan Desai.
Desai aseguraba haber reunido 96 000 expedientes médicos de 671
hospitales en seis continentes —incluida África, donde el equipamiento
informático dista de ser la regla. Ciento veinte investigadores firmaron
una carta abierta exigiendo acceso a los datos brutos para
reanalizarlos e incluso verificar su autenticidad. Los responsables de
Surgisphere, invocando razones legales, consideraron inadmisible la
solicitud. En Francia, Didier Raoult calificó el estudio de “chapucero” y
dijo que sus autores “se habían pegado un tiro en el pie”.
No era el primer intento de Sapan Desai de hacer que los datos de su
empresa funcionaran como clave de bóveda de las conclusiones de un
artículo científico. Había sido coautor de un artículo publicado en The New England Journal of Medicine
el 1 de mayo (4). Con resultados basados en datos aportados por
Surgisphere, extraídos de expedientes electrónicos de 169 hospitales en
tres continentes, el estudio concluía que el uso previo de fármacos
antihipertensivos no afectaba la mortalidad por Covid-19. The New England Journal of Medicine, anticipando la “expresión de preocupación” de The Lancet,
enseguida emitió una alerta a los lectores citando “preocupaciones
significativas sobre la calidad de la información contenida en la base
de datos”.
En resumen, la advertencia de The Lancet se convirtió en un auténtico Lancet-gate, amplificado por las redes sociales. El 4 de junio de 2020, el equipo editorial de The Lancet, dirigido por Richard Horton, decidió retractar el artículo, apenas dos días después de haberlo publicado.
“Retractación”… No era la primera vez que The Lancet
retractaba un artículo originalmente publicado en sus páginas. En 1998,
la célebre revista publicó un estudio con doce niños que afirmaba que
algunos habían desarrollado una forma de autismo tras la administración
de la vacuna triple vírica (5). La publicación provocó una marcada caída
de las tasas de vacunación en Inglaterra y un aumento subsecuente de
casos de sarampión. En realidad, un abogado que quería demandar a un
laboratorio había comprado al autor, Andrew Wakefield. En 2004, The Sunday Times
reveló que los niños ya habían sido diagnosticados de autismo antes de
ser vacunados. En 2010, un tribunal del Consejo Médico Británico declaró
al médico culpable de fabricar datos y le retiró de por vida el derecho
a ejercer en el Reino Unido. Wakefield, que siempre ha negado el
fraude, ahora ejerce en Estados Unidos, donde interviene regularmente a
favor de lobbies antivacunas.
En 2006, The Lancet volvió a retractar un artículo, después
de que su autor, un odontólogo universitario de Oslo, Jon Sudbø,
admitiera haber inventado datos para un análisis que concluía que los
antiinflamatorios no esteroideos reducían el riesgo de cáncer oral (6).
Como comentó entonces el editor Richard Horton: “La revisión por pares
es buena para detectar estudios mal diseñados, pero no está pensada para
detectar investigación fabricada. Del mismo modo que en la sociedad no
siempre se puede prevenir el crimen; en la ciencia no siempre se puede
prevenir la fabricación”.
Así pues, no hay fin a este tipo de fraudes, y afectan a todas las disciplinas científicas.
Cyril Burt, reputado psicólogo británico, dedicó gran parte de su
carrera a demostrar que la inteligencia era hereditaria comparando los
resultados de CI de gemelos idénticos. La publicación de su estudio
influyó fuertemente en la política educativa del Reino Unido. Después se
descubrió que algunos de esos gemelos nunca existieron (7).
En un artículo publicado en Nature en 2001, Jan Hendrik
Schön, un joven físico alemán, afirmó haber logrado desarrollar un
transistor molecular (8). Varios equipos no pudieron replicar los
resultados y, tras alegar error de buena fe, Schön se vio obligado a
admitir que había “retocado” los resultados para hacerlos más
convincentes.
En 2006, un investigador coreano, Hwang Woo-Suk, experto conocido en
clonación, ocupó titulares científicos (9). Hwang aseguró haber
conseguido clonar células humanas, un avance que habría abierto
expectativas prometedoras para la investigación. Varios laboratorios
intentaron en vano reproducir sus resultados hasta que un equipo
estadounidense concluyó que, sin darse cuenta, el investigador coreano
había obtenido células embrionarias humanas no por clonación, como
afirmaba, sino por partenogénesis. El protocolo coreano hacía difícil la
distinción, pero se criticó a Hwang por no realizar comprobaciones
básicas.
De manera similar, el cardiólogo italoestadounidense Piero Anversa,
de la Harvard Medical School, afirmó en un resonante artículo publicado
en The New England Journal of Medicine que los miocitos, las
células del músculo cardiaco, eran capaces de regeneración (10). Como
ningún otro equipo pudo replicar los resultados del grupo de Harvard,
los artículos de Anversa fueron retractados por datos falsificados y/o
fabricados, y la mayoría de los colaboradores del equipo dejaron Harvard
tras el cierre del laboratorio.
Pero el récord mundial de trampas científicas lo ostenta el
investigador japonés en anestesiología Yoshitaka Fujii, expulsado de la
Universidad de Tokio en 2012 por haber manipulado nada menos que 180
artículos sobre el supuesto efecto preventivo del granisetrón en las
náuseas y vómitos posoperatorios (11).
¿Y mi país, la célebre Patrie des Lumières?
¿Está Francia a salvo de casos de fraude?
Consideremos algunos casos emblemáticos.
Serge Voronoff —cirujano de origen ruso, naturalizado francés, que
había hecho una estancia en Nueva York con Alexis Carrel— fue sin duda
pionero en la técnica de injertos, en particular óseos, que practicó
durante la Primera Guerra Mundial. Entre guerras, gran parte de su
actividad se dedicó a injertar tejido de testículo de mono en varones de
cierta edad para “restaurar” juventud, fuerza y vigor (12). Durante la
década de 1930, más de 500 hombres fueron tratados en Francia con esta
técnica de rejuvenecimiento, incluidos numerosos personajes y políticos.
Aunque muchos pacientes se mostraron agradecidos (probablemente por el
efecto placebo), resultó que ninguna operación de xenoinjerto produjo
los resultados esperados.
Del pasado más reciente, algunos recordarán el “caso Benveniste”, un
inmunólogo convencido de que el agua poseía una memoria molecular que,
de ser real, habría asegurado la felicidad y la fortuna de los
homeópatas. Por desgracia, ninguno de sus resultados experimentales pudo
replicarse (13). Pese a la refutación experimental, la teoría de la
memoria del agua conserva numerosos adeptos —entre ellos el ilustre y
fallecido Luc Montagnier, que dio crédito a la teoría al final de su
vida, mucho después de recibir el Nobel de Medicina por el
descubrimiento del virus del sida (14). Se ve que incluso las mentes más
grandes pueden extraviarse.
Aún más recientemente, la bióloga Anne Peyroche, nombrada presidenta
interina del CNRS en octubre de 2017, fue señalada poco después por el
sitio PubPeer por manipulación de datos (15). Esto le valió finalmente
una suspensión de dos semanas.
En esta larga lista, es imposible no mencionar a Didier Raoult,
férreo defensor del tratamiento de pacientes con Covid-19 con una
combinación de hidroxicloroquina y un macrólido. Inspirado en varios
protocolos ensayados en China antes de que la pandemia llegara a Europa,
Raoult forjó su íntima convicción sobre la eficacia de la
hidroxicloroquina en una breve serie retrospectiva (16). Sin embargo,
con una enfermedad como Covid-19, de letalidad relativamente baja, solo
los ensayos aleatorizados pueden demostrar la eficacia de un
tratamiento. El IHU Méditerranée Infection de Marsella no produjo datos
sólidos. Además, Didier Raoult ignoró el dictamen negativo emitido por
un Comité de Protección de las Personas.
Del mismo modo, la Assistance Publique – Hôpitaux de Paris
se precipitó en anunciar resultados prometedores de tocilizumab en el
tratamiento de formas graves de Covid (comunicado oficial AP-HP). Un
comité independiente de vigilancia del ensayo había encontrado
incoherencias en los datos y consideraba que debía continuarse el ensayo
antes de decidir. Ignorando la recomendación, la AP-HP hizo el anuncio
prematuro de todos modos.
Por último, aun a riesgo de mellar el halo de un científico francés
icónico, debemos mencionar el caso de Pasteur. Año: 1885. Fecha: 6 de
julio, cuando Louis Pasteur administró la primera inoculación contra la
rabia a un joven alsaciano llamado Joseph Meister, mordido gravemente en
brazos y piernas por un perro que luego fue abatido. La base de la
vacuna era la atenuación del virus en médula espinal de conejo
infectada. Previamente, Pasteur había realizado un experimento en unas
dos docenas de perros, con curaciones en aproximadamente el 75% de los
casos. Con criterios actuales, tales resultados no son suficientemente
significativos. De hecho, su fiel colaborador, el Dr. Roux, se desmarcó
de Pasteur en este primer ensayo en humanos, porque si el niño no estaba
infectado, corría alto riesgo de contraer la enfermedad por la propia
inoculación. Además, solo el 16% de los pacientes mordidos por un perro
rabioso contraen realmente la enfermedad. Y no era en absoluto seguro
que el perro que mordió al pequeño Meister estuviera realmente rabioso…
nunca lo sabremos, pues no se tomó el bulbo raquídeo del perro para
inocularlo en conejos. Con todo, Joseph Meister sobrevivió y el evento
aseguró la fama mítica de Pasteur.
Pero en esta increíble historia de la vacunación antirrábica hay otro
episodio aún más notable. El 8 de octubre de 1886, un perro desconocido
muerde a un niño de 12 años llamado Jules Rouyer. Llevan al niño con
Pasteur, que realiza la inoculación. Siete semanas después, el 26 de
noviembre, el niño muere. Surge la pregunta: ¿debe atribuirse la muerte a
la mordedura o a la inoculación de Pasteur? La pericia forense se
encomienda a Paul Brouardel, catedrático de medicina legal en París,
cercano a Pasteur y defensor temprano de sus tesis. La muestra tomada
del bulbo del niño se inocula a dos conejos. Ambos mueren. No hay duda:
el niño tenía rabia; o bien fracasó la inoculación o fue la causa de la
infección. En enero de 1887, durante una sesión de la Academia de
Medicina, Brouardel lee el informe remitido al fiscal. En él, afirma que
los dos conejos inoculados con el bulbo del niño están sanos 42 días
después de la inoculación. Con base en ese informe, se descarta la
hipótesis de rabia y se atribuye la muerte a una crisis de uremia. Poco
antes, Brouardel había confiado a Pasteur y colaboradores: “Si no tomo
posición a su favor, es un retroceso inmediato de 50 años en la
evolución de la ciencia. Eso debe evitarse”. Así, consideraciones
pragmáticas —no perjudicar al Instituto, no empañar la reputación de
Pasteur— primaron sobre el rigor y la honestidad científica. El hecho es
que Brouardel cometió perjurio. Su informe fue fraudulento. La
conclusión personal que saco es que Pasteur, químico y no médico, nunca
fue lo suficientemente cuidadoso en asuntos médicos. Es razonable pensar
que, de haber sido médico, habría tomado precauciones adicionales ante
posibles fracasos (17, 18).
Sin embargo, todas estas inconductas, más o menos graves en términos
de rigor científico, difícilmente comparan con la perversión de la
ciencia por la ideología, y no hay mejor ejemplo que el lisenkoísmo.
Nombrado por un agrónomo soviético favorecido por Stalin en la década de
1930, el lisenkoísmo fue una auténtica mistificación. Con el pretexto
de que la genética era un vástago del capitalismo occidental, y
manipulando distintas variedades de trigo, Trofim Lysenko afirmó
demostrar que los genes no existían. En su visión, los genetistas eran
enemigos del pueblo y debían ir a la cárcel, si no ser liquidados. Una
oportunidad dorada para deshacerse de rivales potenciales (19).
Estas historias distan de ser anecdóticas: dan testimonio de un
fenómeno que siempre ha existido, como demuestran tres “fraudores”
célebres por sus descubrimientos que han pasado a la historia.
Para empezar, Ptolomeo, reputado mayor astrónomo de la Antigüedad,
que describió un sistema geocéntrico del movimiento de los astros según
mediciones que decía haber realizado él mismo, cuando en realidad las
había hecho 300 años antes el astrónomo griego Hiparco en la isla de
Rodas (20). A eso lo llamamos plagio.
Luego Galileo, a menudo presentado como artífice de la matematización
de la naturaleza y uno de los fundadores del método científico moderno,
que postula que solo la experimentación puede dirimir conjeturas. Sin
embargo, respecto a la caída de los cuerpos, nadie ha logrado reproducir
sus resultados con la precisión que él aduce. Parece, por tanto, que
Galileo, seducido y convencido por la corrección de su teoría mecánica,
transformó un experimento mental en uno físico “torsionando” las cifras
(21). Eso se llama fabricación de datos.
Por último, Mendel, el monje checo considerado inventor de la
genética moderna. Al cruzar guisantes y observar la frecuencia de
ciertos rasgos hereditarios, estableció la ley de transmisión génica,
aún válida hoy (22). El problema es que sus resultados son
estadísticamente demasiado perfectos para ser verdad. En términos
actuales, se habla de manipulación de datos.
Claramente, el fraude no es nuevo. ¿Pero está aumentando hoy?
Un
artículo de Fang y cols., de 2012, es revelador (23). Su análisis de más
de 2000 artículos de medicina y ciencias de la vida indexados en PubMed
como retractados reveló que tres cuartas partes se retiraron por mala
conducta científica —es decir, por fraude— y solo una cuarta parte por
error. Una encuesta de 2009, de la profesora Daniele Fanelli, halló que
casi el 2% de los investigadores en medicina admitieron haber fabricado,
falsificado o alterado datos o resultados al menos una vez, y alrededor
del 15% dijo haberse enterado de fraudes cometidos por colegas (24).
Esas cifras sugieren que estamos más inclinados a denunciar a los
colegas que a reconocer nuestras propias faltas.
La era digital ha facilitado sin duda el fraude científico… pero
también ha facilitado desenmascarar a los defraudadores. Así es como
Adam Marcus, editor de Gastroenterology and Endoscopy, y el periodista Arthur Carter cofundaron en 2011 Retraction Watch,
un sitio especialmente valioso cuya función es rastrear y listar los
artículos retractados (RetractionWatch.com). Conviene distinguir entre
un artículo rechazado por un comité editorial —y que, por tanto, no se
publica— y un artículo publicado que el comité decide luego retirar… a
veces a petición del propio autor al detectar carencias o errores, pero
la mayoría de las veces por mala conducta científica.
¿Cuáles son las principales formas de cometer fraude?
El
abanico de prácticas dudosas es amplio, desde la simple negligencia
hasta la picaresca descarada. Pero pueden identificarse varias
modalidades principales:
- Fabricación, falsificación y/o modificación de datos o resultados.
- Embellecimiento de datos: quedarse solo con las mediciones que
respaldan la idea preconcebida. Es una forma menor de fraude, similar al
sesgo científico que se cuela de incógnito en el estudio, a veces de
buena fe.
- Más grave es el conflicto de interés, que induce a favorecer resultados favorables a los financiadores.
- A esto se suman el plagio y la duplicación de publicaciones en otra revista, ejemplos frecuentes de mala conducta científica.
¿Cuáles pueden ser las razones o motivaciones para cometer fraude?
En
el fraude operan procesos psíquicos conscientes e inconscientes. La
ofuscación y la íntima convicción de tener razón llevan inevitablemente a
“retorcerle el cuello” a la realidad. Es el caso de Galileo, salvado
por la exactitud de su experimento mental. Probablemente también el de
Raoult, aunque sus afirmaciones han sido contradichas por hechos
indiscutibles. La fe obstinada en la corrección de una idea cuando es
falsa conduce tarde o temprano a un fraude consciente y organizado, con
la esperanza de salvar la cara. Un fraude cometido a sabiendas y del
que, por así decirlo, se asume la plena responsabilidad.
Además, el sistema actual de evaluación de investigadores —publicar
rápida y frecuentemente para obtener financiación— acentúa el riesgo de
fraude. Súmese la presión mediática que exige resultados —o al menos
esperanza— ante situaciones difíciles. Un ejemplo paradigmático: aquel
anuncio apresurado de resultados positivos con tocilizumab que
mencionamos. También cabe citar la carrera por el big data:
millones de datos se recogen y “muelen” en un ordenador, con la ilusión
de que emergerán revelaciones indiscutibles, en lugar de tomarse el
tiempo de analizar meticulosamente los hechos. En un mundo donde superar
a la competencia tiende a eclipsar el conocimiento, los abusos se
vuelven inevitables.
¿Cuáles son las consecuencias de un fraude probado que exige retractar un artículo?
Para empezar, cuando se revela el fraude, inflige un trauma profundo.
Primero, trauma para el defraudador, vilipendiado y censurado. Luego,
más ampliamente, trauma para su entorno inmediato —amigos y colegas—,
que experimentan enojo, incredulidad y a veces culpa. Surgen preguntas
pertinentes —sobre la imagen futura del laboratorio o servicio clínico;
sobre los artículos ya publicados por el defraudador; sobre la
legitimidad de las financiaciones concedidas a una investigación ahora
desenmascarada como fraudulenta.
La situación del denunciante no es menos problemática. Denunciar un
fraude es un paso arduo. Quien alza la voz inicia un camino sembrado de
escollos: intentar reproducir el experimento; enfrentarse a colegas que
publicaron con el defraudador; confrontar a los expertos encargados de
verificar el mérito de la denuncia; y dirigirse a editores y editores
comerciales para que la obra fraudulenta sea retractada con total
transparencia.
El momento más desestabilizador para todos llega cuando la
retractación se hace pública. A partir de ahí, será comentada libre y
ampliamente en la prensa generalista y en las redes sociales. En última
instancia, la imagen de la ciencia y de los científicos se vuelve
sospechosa ante el gran público, induciendo lamentables sospechas de
comportamientos conspirativos.
Resumamos
Lo que el público general está
descubriendo, especialmente a través de las controversias en torno a la
pandemia de Covid-19, es sencillamente el proceso normal de adquisición
de conocimiento. Lo hacemos mediante prueba y error, controversia y, a
veces, incluso mistificación. Eso es lo que hace a la ciencia, ciencia.
También es lo que hace que el conocimiento científico sea refutable,
cosa que no ocurre con la seudociencia o las creencias religiosas.
Oscar Wilde confesó memorablemente: “Puedo resistirlo todo, excepto
la tentación” (25). Me atrevo a decir que todos nos parecemos mucho a
Oscar. Así que, con sus palabras en mente, quisiera concluir con un
consejo para los cirujanos en formación.
Si tienen una idea —digamos una excelente idea, una idea de la que
están convencidos—, apresúrense a darla a conocer por medios de fácil
acceso: un reporte de caso, una carta al editor o un informe preliminar
en una revista de segunda línea. Admito que no es la vía más gloriosa.
Pero tiene una ventaja: dará a otros equipos la oportunidad de examinar
la validez de su idea. No se me ocurre mejor forma de salvarse de la
tentación —la tentación omnipresente de cometer fraude.
Declaración de intereses
El autor declara no tener ningún conflicto de intereses que pudiera
percibirse como perjudicial para la imparcialidad del trabajo informado.
Financiación
Este trabajo no recibió subvenciones específicas de ninguna agencia
financiadora de los sectores público, comercial o sin ánimo de lucro.
Palabras clave
- Originales (tal como publicadas): orthopedics; orthopaedics; misconduct; Covid; Covid-19.
- Equivalentes sugeridos en español: ortopedia; mala conducta científica; Covid; Covid-19.
Misconduct in science and medicine – PubMed
Misconduct in science and medicine – PMC
Misconduct in science and medicine in: EFORT Open Reviews Volume 10 Issue 7 (2025)
Masquelet AC. Misconduct in science and
medicine. EFORT Open Rev. 2025 Jul 1;10(7):439-444. doi:
10.1530/EOR-2025-0126. PMID: 40591679; PMCID: PMC12232383.