CIENCIA
Desde que se descubrió que las hormonas influyen en las relaciones de pareja, la ciencia no ha parado de investigar sobre cómo el cerebro responde ante el impulso más importante del mundo. Estas son las conclusiones más recientes
Cuando Ethan Hawke conoce a Julie Delpy en un tren en
«Antes del amanecer», la romántica película de Richard Linklater, bastan un par de miradas para que ocurra el flechazo. Cualquier espectador es capaz de reconocer el sentido de la escena. Las primeras palabras que la pareja se cruza son de lo más prosaicas, pero la esencia del idilio ya ha comenzado segundos antes en sus sonrisas bobaliconas. Si un neurocientífico rompiera la ficción y se colara en la pantalla, podría explicar que Jesse y Céline, los personajes que interpretan Hawke y Delpy, acaban de tener
un estupendo chute de oxitocina, dopamina, serotonina y adrenalina, entre otras hormonas, que, sin exagerar, ha conseguido enajenarles. Básicamente, esto es el amor.
A un par de días para San Valentín, resulta un crimen reducir toda esa colección de sentimientos y sensaciones a un cóctel químico, pero los científicos saben desde hace tiempo que, más que del corazón, el enamoramiento depende del cerebro. Seguramente, uno de los estudios más famosos sobre el amor es el realizado por la antropóloga
Helen Fisher, de la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey, que se ha convertido ya en un clásico. Esta «doctora del amor» descubrió que existen
tres procesos cerebrales distintos que definen tres tipos de relación. Primero se encuentra el
impulso sexual, regulado por la testosterona. La segunda fase es el
amor romántico, que dura, según Fisher, un año y medio -no nos lamentemos, en la mayoría de especies animales este cortejo se reduce a minutos, horas o semanas- y que está dominado por la dopamina, un neurotransmisor que influye en el estado de ánimo. Pasado ese tiempo, surge otro tipo de unión,
el cariño, en el que parece que tienen que ver la
oxitocina y la
vasopresina, dos hormonas que afectan a la zona cerebral que controla el placer y la recompensa.
«En el amor todo es química», asegura a este periódico Juan Lerma, presidente de la Sociedad Española de Neurociencias (SENC) e investigador del CSIC. Y cuando nos enamoramos «se ponen en marcha actividades nuevas en circuitos neuronales que producen un estado de enajenación transitoria, muy parecido a lo que una droga puede inducir». Las siguientes investigaciones van en ese camino.
Adictivo como la cocaína
Las personas que acaban de enamorarse están literalmente «colgadas», de la misma forma que un adicto a las drogas necesita su dosis o nos satisface comer chocolate. Los científicos ya se habían percatado de este efecto hace algún tiempo, pero un nuevo estudio realizado en la Escuela de Medicina de la Universidad de Stanford da un paso más allá. Según sus autores, las pasiones pueden ser increíblemente eficaces para
aliviar el dolor, con un poder calmante similar al de los analgésicos e incluso al de estupefacientes como la cocaína. Parece que el amor actúa en la misma zona del cerebro, el núcleo accumbens, un centro de recompensa clave en la adicción a las drogas.
Los flechazos existen
El amor fulminante, el que ocurre a primera vista, es real. Según Stephanie Ortigue, una investigadora de la Universidad de Sicarusa, Nueva York, solo necesitamos
la quinta parte de un segundo para encontrar a alguien atractivo. Los productos químicos que inducen a la euforia, como la dopamina, la oxitocina y la adrenalina, ya han salido disparados y en la sangre aumenta las dosis de una proteína, el factor de crecimiento nervioso, que parece desempeñar un papel fundamental en este proceso. Una vez que ocurre, ya estamos perdidos.
Pensamiento único
«Los hombres piensan en el sexo tres veces más que las mujeres». Lo dice Louann Brizendine, una neuropsiquiatra graduada en Yale y en Berkeley que ha vendido una buena cantidad de ejemplares de su libro «El cerebro masculino» (RBA) después de hacer afirmaciones tan llamativas como ésta. La científica norteamericana confirma el estereotipo. La culpa la tiene, según ella, la configuración de la materia gris. La zona para el ejercicio de la sexualidad es 2,5 veces mayor en el cerebro masculino que en el femenino, así que, para ellos, gran parte del éxito de la pareja depende de que las relaciones sexuales sean satisfactorias.
Caderas, pechos y mandíbulas
Lo que consideramos atractivo puede cambiar con el tiempo, influenciado por parámetros culturales, modas e incluso por cómo nos vemos a nosotros mismos, pero existen ciertas tendencias que parecen venir marcadas por la evolución y la necesidad de procrear. Científicos de la Universidad Victoria en Wellington (Nueva Zelanda), pidieron a un grupo de hombres que observara unas fotografías de mujeres desnudas. Como era de esperar, pasaron la mayor parte del tiempo mirando los pechos, pero consideraron más atractivas a
las mujeres con forma de reloj de arena, una señal biológica de fertilidad. En cuanto a las mujeres, otra investigación, ésta aparecida en «Evolution and Human Behavior», asegura que aquellas que se encuentran en la fase más fértil del ciclo se sienten irremediablemente atraídas por los
hombres de aspecto masculino, tipo George Clooney. Aprecian una barbilla pronunciada y los rasgos marcados, señales de un buen nivel de testosterona.
Fieles como el topillo de la pradera
La infidelidad ocurre tanto en hombres como en mujeres, pero parece que son ellos los que cometen más deslices. Los científicos creen tener la clave. Se trata de una hormona en particular, la vasopresina, que potencia la unión a la pareja y el instinto de proteger a los hijos. El topillo de la pradera es un primor de virtudes. Son fieles hasta la muerte -incluso prefieren permanecer solos si se quedan «viudos»-, y ambos cónyuges cuidan de sus crías. Sin embargo, su primo, el topillo de la montaña, es todo lo contrario. Es infiel, los machos se desentienden de la prole y las hembras abandonan a las crías poco después del parto. Larry Young, de la Universidad de Emory, encontró que los topillos «buenos» tienen una versión muy activa del gen que fabrica el receptor de la vasopresina, lo que les conduce a la fidelidad y la vida familiar, mientras que los otros están abocados a una existencia más disipada. Tras inyectar la «versión monógama» del gen a un ejemplar de montaña, éste cambio sus hábitos promiscuos. Más de una mujer desearía que su pareja recibiera uno de estos pinchazos milagrosos.
La vasopresina también influye en las probabilidades de que un hombre se quede soltero, según un trabajo del Instituto Karolinska, en Estocolmo, con más de 550 pares de gemelos o mellizos.