sábado, 2 de junio de 2012

El perverso vicio de leer



El perverso vicio de leer

Adela Celorio
/i/2012/05/393261.jpegOPINIÓN
No hay vicios más difíciles de erradicar que aquellos que popularmente se consideran virtudes.

Hace algunas semanas apareció en este Siglo nuestro una nota en que yo mencionaba (en descargo del desleído candidato Peña Nieto) que no es fácil responder de inmediato a la pregunta sobre los tres libros que lo han marcado a uno. Es necesario bucear en la memoria y reflexionar. ¿Cuáles y en qué momento y circunstancia fueron leídos? Fue una agradable sorpresa la respuesta de los lectores y lectoras que escribieron para relatar los diferentes caminos por los que llegaron a la lectura; me hablaron de sus autores favoritos y de las obras que fueron para ellos la puerta de entrada a los pasajes más selectos de su espíritu. Quiero aprovechar este espacio que hace posible nuestro contacto, para decirles a todos los que escribieron que ha sido para mí una fiesta darles la bienvenida al club de los perversos y extravagantes lectores.Edith Wharton
Explico por qué digo perversos y extravagantes. Aunque se ha puesto de moda considerar la lectura como una proeza intelectual y una virtud de la misma solidez moral que la frugalidad, la sobriedad, la ‘buena’ costumbre de madrugar o la media hora diaria de caminata, la obsesión de leer obedece sólo al hecho de sentirnos desamparados si carecemos de un libro que nos distraiga para no transpirar de ansiedad en las filas que nos impone la burocracia, en los embotellamientos de tránsito, en la antesala del dentista o a medianoche para ahuyentar a nuestros personales fantasmas. Por lo tanto no es virtud sino una especie de vagancia intelectual, un vicio solitario y egoísta que nos proporciona placeres secretos e incompatibles.
Además, hay que aceptar que acercarnos íntimamente al pensamiento de nuestros autores favoritos nos contamina. Después de ciertas lecturas ya nunca somos los mismos. Basta recordar a don Alonso Quijano, el tranquilo hacendado que transformado por los libros de caballería a los que era adicto, acabó por imaginarse caballero andante y salir a los caminos a “desfacer entuertos”, con los resultados que todos conocemos. Emma Bovary es otro ejemplar personaje a quien las lecturas románticas conducen a habitar un mundo imaginario... pero no, no voy a contarles nada más, quienes no lo hayan hecho todavía, tendrán que leer la magnífica novela de Gustave Flaubert. Y es feo ponerse de ejemplo, pero yo misma muchas veces me reconozco contaminada por la osadía de Borola Burrón.
Leemos para ampliar nuestro pequeño mundo, para conocer lugares exóticos y meternos hasta la recámara de casas y palacios para olfatear las sábanas y la intimidad de sus dueños, conocer sus amores, desamores, infidelidades, avaricia, hipocresía y sus traiciones. Los libros nos acercan a ideologías y religiones diferentes que nos fuerzan a cuestionar las nuestras. Conocemos sexualidades, bisexualidades y qué se yo cuántas formas, todas válidas de estar en el mundo.
El ejercicio de imaginación y reflexión que impone la lectura hace flexible el pensamiento, más anchos los caminos, la vida más abundante y el mundo más complejo, pero no hay que olvidar que la experiencia es personal, intransferible y de ninguna manera nos hace acreedores de autoridad moral ni nos autoriza a predicar. Leer de modo tan inconsciente como respirar, no es virtud sino una manera de estar en la vida que nada tiene que ver con la disciplina o la obligación. Quien lee obligatoriamente y con disciplina, suele fijar un día, una hora precisa y un lugar exacto para leer. El lector nato lee igual en el WC que en el metro, porque la lectura forma una corriente continua para todas sus ocupaciones. Ahora sólo me resta subrayar que la riqueza de lo que leemos no depende de los libros sino del lector.
Correo-e: adelace2@prodiy.net.mx

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