sábado, 5 de noviembre de 2011

[Identidad Bibliotecaria] Bibliotecología, sistema 'fuzzy'


Siempre hay unos libros tan altos que no caben en ningún anaquel, unas hojas oficio que asoman la lengua por fuera de las carpetas, unos diplomas que no merecen el honor de la marquetería pero que tampoco nos atrevemos a doblar ni a botar, y muchos volúmenes que uno no sabe dónde poner. Por ejemplo: la Suma teológica de Santo Tomás, ¿es filosofía o religión, tomismo o mera camándula? La novela histórica, ¿es una versión poética de la realidad o una ficción a secas? Las crónicas del periodismo literario, ¿son embustes sesgados, como todo el periodismo, o verdades rigurosamente periodísticas?

Si lo pensamos, estas preguntas son falsos dilemas. Como ya nos enseñó Conrad, vistas de cerca toda las rectas zigzaguean y los trazos “nítidos” son en realidad líneas de sombra, de manera que soñar con definiciones precisas es tan ingenuo como buscar un código penal sin resquicios o un lenguaje puramente lógico, una notación matemática donde no quepan las ambigüedades ni las paradojas.
Pero también hay dilemas reales en la bibliotecología. Veamos algunos: ¿los haiku son un cuento chino o un paquete chileno como Bolaño; son chinoiseries, japonecedades o una suerte de acertijos sofisticados, como los minicuentos? Y además de sofisticado, ¿qué es en últimas el minicuento? ¿El haiku de la narrativa? ¿Sudokus de letras? ¿Preceptos zen de Occidente? ¿Un dinosaurio embutido en un dedal? ¿Trípticos dibujados en la cabeza de un alfiler? ¿Mantras para leer mientras encontramos un cuento de verdad?
A Whitman (“yo me canto y me celebro a mí mismo…”) lo tengo en la sección poesía, siguiendo la clasificación de Bloom, Steiner y Bolillo, pero igual cabría entre los libros de alta autoestima, con Ernest Hemingway, Henry Miller, Truman Capote, Andrés Hoyos y otras celebridades de la narcisa literatura americana.
La Biblia puede estar codo a codo con San Juan de la Cruz, por libros como El cantar de los cantares, o con Memorias de una geisha, por la misma razón, pero también cabe en “cuentos”, por narraciones tan extraordinarias como las del Éxodo, o en “terrorismo”, por el Apocalipsis, o en “tratados inmorales” por las historias de Job y Abraham (un patriarca que es embriagado y encuerado por sus hijas) o entre la literatura fantástica como quería Borges e incluso en el anaquel de religión, por qué no. Al fin y al cabo, si hurgamos un poquito, todo es religión, como todo es cultura, política y poesía, incluidas la poesía erótica, la ecológica y la sapiencial (la erótica empieza así: “desnuda y trémula… tré-mu-la-y-hú-me-da-to-da...” y sigue así).
Y dónde ponemos a Facundo Cabral: en superación personal, con Chopra, Benedetti y Cortés, o en “himnos tiernos”, con Silvio, Mercedes y Violeta, o en los narcocorridos, es decir, el soul de la balada épica posmoderna
Paréntesis: el texto sapiencial es un discurso acrítico, cerrado y moral. Poema que se respete encierra un mensajillo. Ergo, la poesía es un subgénero de la literatura de superación; id est, superación en verso.
Ulises, En busca del tiempo perdido, La divina comedia y en general esas obras que todos empiezan y nadie termina, deben ir en una estancia aparte, cuyo dintel advierta en sucinto latín: “Que abandone toda esperanza el que entre aquí”.
Y las encíclicas papales, esas que repiten en los primeros versículos que los pobres son bienaventurados y en los últimos condenan con energía el capitalismo salvaje, ¿las ponemos a la izquierda o a la derecha de la biblioteca? Y los manuales de economía, ¿los ubicamos en las ciencias duras, en las blandas o en las oscuras?
Como ves, caro lector, si comprar libros es cosa de ricos, ordenarlos es labor de sabios.

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