Hogares e-saludables para abuelos con los que no sabemos qué hacer
Publicado: 28 abril 2011 | Autor: Enrique Gavilán | Archivado en: Uncategorized | Tags: Innovación | Deja un comentario »Emilio emigró a la gran ciudad a principios de los 80. En el pueblo la única salida que tenía era ayudar a su padre en el bar de la plaza. En la ciudad pudo alcanzar poco a poco y no sin esfuerzo todo lo que quería: plaza de funcionario, mujer y dos hijos, casa propia en las afueras, dos coches, televisor de última generación para ver los madrid-barça y la última pijada tecnológica con la que entretenerse.
Sus padres se fueron haciendo mayores, y pocos años después de dejar el bar su madre murió de un infarto cerebral. Su padre se quedó sólo, pero realmente era una persona que podía tirar para adelante sólo. Mientras pudiera.
Pero ya iba siendo hora de no poder. Se le olvidaban las citas del médico, dejaba de comer o de hacer las cosas de casa por descuido o intencionadamente, su higiene se resintió y alguna vez los líos con las medicinas le provocaron alguna que otra caída. Este declive no pasó desapercibido a Emilio; no en vano, a pesar de la distancia, era el único de los hermanos que miraba por su padre, y la ciudad no quedaba tan lejos como para ir algún que otro puente o fin de semana al pueblo.
Emilio pensó los pros y los contras de las diferentes alternativas para ayudar a su padre. Traerlo a la ciudad iba a ser un trastorno muy grande para los dos. Si solicitaba alguna ayuda a domicilio probablemente por su nivel de renta no iban a concedérselo. Contratar a una asistenta podría ser buena opción, pero no se fiaba de cualquiera, y en el pueblo las pocas que quedaban libres no eran precisamente las que mejor trabajaban. Y las residencias le parecían deshumanizadas.
Se le ocurrió entonces que la teleasistencia podía ser una buena idea. Un sobrino le había oído hablar de un proyecto que estaban trabajando en su empresa, y le llamó para conocer detalles.
Emilio no se lo pensó dos veces. Era la solución ideal. Fue expresamente ese fin de semana a contárselo a su padre, entusiasmado. Pero no encontró ni una palabra de emoción en él. Resignado, se limitó a contestarle que si eso era lo que quería eso es lo que se haría.
Las primeras semanas de andadura del prototipo fueron como una luna de miel. Emilio, como si fuera un nuevo juguete tecnológico, se conectaba casi todas las noches con su padre a través de la videoconferencia, y su padre estaba contento al menos de ver a sus nietos, aunque fuera virtualmente, más veces en un mes que en varios años seguidos.
Un día llamaron a Emilio en hora de trabajo. No pudo cogerlo, pero la insistencia de la llamada le alertó. Los sensores habían ido dejando de funcionar, uno a uno, hasta que ya no había señal alguna. Habían intentado ver a través de las cámaras qué pasaba, pero no funcionaban. Llamó a casa para decir que iba a ver qué pasaba. En hora y media se presentó en la casa de su padre.
Éste estaba apostado contra la pared, en el descansillo de la entrada de la casa. Con la vista gacha, apenas quiso levantar la cabeza para saludar la llegada de su hijo. Emilio pronto disipó su preocupación al ver el estado en el que estaba la casa: lo que había pasado no era más que un ataque de ira de su padre, que había ido destrozando todo el sistema integral de teleasistencia y monitorización a distancia a base de bastonazos. Y una mirada profunda de su padre bastó para entenderlo todo.
“Papá, voy a llamar a casa. Les diré que me quedo unos días contigo. Vámonos a comer algo donde el Fiti. Yo te invito.”
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