Las maravillosas Bibliotecas de Harvard / por Jorge Luis Borges.
Pocas creaciones humanas son capaces de expresar tanto, y de modo tan magistral, sobre nuestras más hondas aspiraciones como las bibliotecas. El hecho de que a lo largo de los siglos hayamos construido edificios destinados a albergar los manantiales vivificadores del conocimiento, y a servir como evocadores templos de la sabiduría que hemos ido adquiriendo paulatinamente, constituye un valioso testimonio de la vigencia de aquella lúcida intuición que recogiera Aristóteles al comienzo de suMetafísica: “todos los hombres quieren por naturaleza conocer”.
El mundo antiguo cinceló bibliotecas legendarias, como la del rey Asurbanipal en Nínive, junto a su majestuoso palacio, o la de Alejandría, erigida por Ptolomeo I Sóter en el siglo III a.C., la cual llegó a dar cabida a casi setecientos mil ejemplares, convirtiéndose en el más insigne depósito de sabiduría escrita del orbe clásico. Esta biblioteca ha sido felizmente reconstruida hace escasos años bajo el patrocinio de la UNESCO.
La Universidad de Harvard posee un sistema de bibliotecas verdaderamente extraordinario, sólo superado, en Estados Unidos, por la Library of Congress en Washington D.C. Se calcula que Harvard brinda cobijo a unos dieciséis millones de libros en total, distribuidos en decenas de archivos a lo largo y ancho de su eximio campus. La más notable es, sin duda alguna, la Widener Library.
Harry Elkins Widener (1885-1912) era el vástago de una adinerada familia de Filadelfia, y le fascinó el coleccionismo de libros desde su juventud. Estudió en Harvard, graduándose en 1907, pero falleció a una edad muy temprana, al encontrarse entre los pasajeros del célebre Titanic, que se hundió en el Atlántico norte en 1912, tras ser afectado el casco del egregio buque por la aciaga rozadura de un iceberg. A su muerte, la madre de Widener decidió realizar una importantísima donación al alma
mater de su retoño, con la que se levantaría una biblioteca que rememorase a su hijo. La Harry Elkins Widener Memorial Library es, a día de hoy, la biblioteca universitaria más grande del mundo, y ha perpetuado el nombre de Widener para la posteridad. La Widener Library domina solemnemente el hermoso paisaje de Harvard Yard, emplazada frente a Memorial Church.
He de confesar que me sentí cautivado por la Biblioteca Widener desde el primer instante. Me sedujeron arrebatadoramente sus interminables pasillos, repletos de ceremoniosas estanterías y de enmudecidos anaqueles que acogen millones de volúmenes, sus laberínticas galerías que, al recorrerlas, le sumergen a uno en el más profundo e inspirador de los silencios, sus suntuosas escaleras de entrada y su impresionante sala de lectura, en la que el filósofo alemán Ernst Bloch (1885-1977) escribiera su más inmortal obra, El Principio Esperanza. Todo en Widener es imponente. Pasear por sus corredores y estancias es vagar por el “sanctasanctorum” de la erudición en Harvard, por el más vivo reflejo de lo que una universidad ampara tras sus muros: el sublime cúmulo de los conocimientos obsequiosamente coronados por cuantos nos han antecedido, su fértil cultivo por parte de los hombres y mujeres del presente y su diligente legado a las generaciones venideras, para que lo impulsen con audacia hasta conquistar un estado de mayor y más proficuo desarrollo.
Otras venerables bibliotecas harvardienses que me ha impactado de manera poderosa son la Houghton Library, que atesora una exquisita colección de manuscritos, y la Andover Theological Library, estrechamente vinculada a la Harvard Divinity School, cuyos fondos en materia de historia de las religiones y de teología son, sencillamente, formidables.
Es inevitable percibir un pálpito gratificante de jubiloso desbordamiento cuando se consulta el catálogo de las bibliotecas de Harvard, el denominado “Hollis Catalog”. Prácticamente todo está contenido en él, concerniente a cualquier rama, por recóndita, del saber humano. Muchas personas habrán experimentado cómo, con independencia de su campo específico de investigación, casi todo, por no decir todo, cuanto buscaban (libros, artículos…) se hallaba en este meticuloso inventario que registra la inconmensurable riqueza bibliográfica de Harvard. Semejante caudal de fuentes científicas y humanísticas presta una inestimable ayuda en el trabajo académico, pero también puede desorientar peligrosamente. En evadir este potencial riesgo reside la responsabilidad de cada uno: la biblioteca es sólo un medio, y el fin (cómo y para qué usarla) ha de ser determinado por nosotros mismos.
El reto acuciante de una sociedad que acopia tanto conocimiento es organizarlo de tal manera que contribuya a la irrenunciable mejora de nuestras vidas, así como a garantizar que el día de mañana sepamos aún más. Y enclaves tan melifluos e inspiradores como la Widener Library de la Universidad de Harvard no sólo cooperan en esta imperiosa tarea, sino que también nos exhortan a soñar, proféticamente, con aquella biblioteca infinita que imaginara
Jorge Luis Borges.
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