jueves, 29 de diciembre de 2011

Enterrando el paradigma de la educación como servicio


Enterrando el paradigma de la educación como servicio (Cap. I: El desarrollo tecnológico consecuencia de la carrera espacial del s. XX).

En el contexto de las tecnologías en red es frecuente escuchar a académicos, estudiosos y gurús de estas herramientas que insisten en la necesidad de teorizar los nuevos paradigmas que se están abriendo en el campo de la educación, las instituciones educativas, la enseñanza, el aprendizaje y la pedagogía. Sucede que pocos son los que a estas alturas de la película se atreverían a considerar que no hay nada sustancial que esté cambiando en la forma en que hoy, a la sombra de las diferentes versiones de la red (1.0, 2.0,…) y del uso que las personas hacen de la tecnología, los seres humanos buscan aprender, conocer, saber o educarse.
No obstante, uno de los problemas a los que se enfrentan quienes trabajan en la teorización de estos cambios es la dificultad de fijar el paradigma previo que predominaba en las sociedades occidentales. O lo que es lo mismo: ¿Cómo es posible consensuar que un nuevo paradigma se está abriendo sin teorizar una noción del paradigma que ha imperado en el campo de la educación en las últimas décadas? En consecuencia, se presenta en esta serie de capítulos una aproximación al modo en que a raíz del desarrollo tecnológico consecuencia de la carrera espacial del siglo XX, la eclosión de la contracultura en occidente, el impulso de nuevos planes desarrollistas y la crisis petrolera de 1973, desde una de las instancias entonces más influyentes en la economía mundial, El Club de Roma, se apostó por la configuración del paradigma de la educación como servicio. Un paradigma que llegó a permear en la práctica totalidad de las políticas educativas que se implementaron en las últimas cuatro décadas y que contó con el beneplácito de instancias como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la OCDE o la propia UNESCO. Un paradigma, también, que ya está dando muestras de su caducidad a la sombra de las tecnologías en red y la crisis económica-financiera que inició en 2008. Un paradigma, en suma, que está siendo enterrado incluso por aquellos que desconocen su existencia.
Con todo, para entender la aparición del paradigma de la educación como servicio es importante prestar atención, en primera instancia, al papel que el desarrollo de nuevas herramientas tecnológicas tenía en occidente finalizada la II Guerra Mundial. Así, en la década de los años cincuenta y sesenta del siglo XX los avances tecnológicos estaban estrechamente ligados con la ambición moderna de superar los límites espacio temporales que durante siglos habían limitado las posibilidades de acción de los seres humanos sobre la tierra. De este modo, la carrera espacial en la que compitieron las dos grandes potencias económicas del momento, los Estados Unidos y la Unión Soviética, se presenta hoy como una referencia obligada para estudiar el significado que el desarrollo tecnológico tuvo en este tiempo. Merece la pena, por tanto, presentar en este primer post dedicado a la serie titulada “Enterrando el paradigma de la educación como servicio” algunos de los principales acontecimientos de esta competencia tecnológica entre la América capitalista y la Rusia soviética.
Así, las moscas de la fruta que partieron junto con semillas de maíz a bordo de un cohete V-2 en julio de 1946 fueron los primeros seres vivos enviados al espacio por Estados Unidos. Tres años más tarde un mono de Rhesus, Albert II, fue el primer simio lanzado al espacio tripulando un nuevo cohete en julio de 1949; aunque como consecuencia de un fallo en su paracaídas Albert II murió al tomar tierra. Después de intentar nuevos envíos de simios al espacio, el 31 de agosto de 1950 los estadounidenses enviaron un ratón, y más tarde, en diciembre de 1953, una ardilla sudamericana llamada “Gordo” que había recibido entrenamiento especial en el ejército americano. Los primeros animales que regresaron con vida de un viaje espacial patrocinado por Estados Unidos fueron los monos “Able” y “Baker”. Aunque el hito de poner en órbita alrededor de la tierra el primer animal vivo correspondió a la Unión Soviética. El 3 de noviembre de 1957 laperra callejera moscovita Laika, a bordo del Sputnik 2, sobrevivió entre cinco y siete horas al lanzamiento.
No obstante, todos estos acontecimientos no tuvieron la repercusión de la noticia que el 4 de octubre de 1957 hizo estremecer al mundo: por primera vez giraba en torno a la Tierra una “luna artificial”, el Sputnik 1. Un cohete de varias etapas lanzado desde el cosmódromo ruso de Baikonur lo había colocado en órbita. Y es que con este logro, a modo de analogía a la carrera armamentística protagonizada por las dos grandes potencias enfrentadas en la Guerra Fría, daba inicio la carrera espacial; competición que se convirtió en toda una representación de la rivalidad cultural y tecnológica entre la URSS y Estados Unidos. El progreso en el espacio se presentó, a partir de entonces, como un indicador de la capacidad económica y parecía mostrar en última instancia la superioridad de la ideología de cada país. Hasta el punto de que en la actualidad es posible estudiar ambos frentes, el de la Guerra Fría y el de la carrera espacial, como la expresión de un mismo enfrentamiento, ya que el desarrollo tecnológico requerido para los viajes espaciales se aplicaba igualmente a los misiles balísticos intercontinentales.
Al inicio de los años sesenta la Unión Soviética parecía tomar ventaja en la carrera espacial. El 12 de abril de 1961 el cosmonauta ruso Yuri Gagarin se convirtió en el primer ser humano que entró en órbita a bordo de la nave Vostok 1, se adelantó por 23 días a Alan Shepard que fue el primer estadounidense en ser enviados al espacio. Y el 18 de marzo de 1965 la Unión Soviética daba otro golpe de efecto frente a Estados Unidos al conseguir que Alexei Leonov llevara a cabo el primer paseo espacial. Si bien, esta misión casi terminó en tragedia. Leonov estuvo cerca de no poder regresar a la cápsula por una deficiencia en el retropropulsor que hizo aterrizar su nave a 1.600 kilómetros de su objetivo previsto.
Aunque los soviéticos ganaron a los estadounidenses en casi todos los hitos de la carrera espacial en la década de los sesenta, no consiguieron vencer al programa Apollo que los Estados Unidos diseñaron con el objetivo de posar un hombre en la Luna. Y es que el estadounidense Neil Armstrong se convirtió en la primera persona en poner el pie sobre la superficie lunar el 21 de julio de 1969. Millones de telespectadores de todo el mundo pudieron ver, gracias a la televisión, la primera huella humana en cuerpo extraterrestre y escuchar las palabras del astronauta Neil Armstrong: es un paso pequeño para el hombre, pero un salto gigante para la humanidad.
A partir de entonces el modo en que los seres humanos comenzarían a concebir la tecnología y las herramientas que le permitían superan las barreras del tiempo y el espacio ya no sería el mismo. Se abría la veda para unas décadas en la que las investigaciones científicas se dedicarían a buscar los límites físicos. La búsqueda de la proporcionalidad de los medios de producción con el medio ambiente y la cultura de los pueblos quedó quebrada por la ambiciosa superación a corto plazo de estos límites, por muy contraproductivo que la superación de los mismos pudiera resultar a mediano y largo plazo. En consecuencia, al consolidarse esta concepción de la tecnología en el imaginario social de occidente la primera pata del paradigma de la educación como servicio quedó dispuesta.

Enterrando el paradigma de la educación como servicio (Cap. II: La contracultura de los 50s y 60s, y la crisis de la educación).

El peso que ha llegado a alcanzar la educación dentro del discurso del imaginario social entrado el siglo XXI, no se puede estudiar obviando uno de los movimientos culturales más representativos del siglo XX: la contracultura de los años cincuenta y sesenta. De hecho, el paradigma de la educación como servicio que se consolidó en occidente a partir de los años setenta es, en buena parte, una reacción a la crítica a la autoridad institucional que caracterizó a este movimiento cultural. Merece la pena, por tanto, en este segundo capítulo de la serie “Enterrando el paradigma de la educación como servicio” (ver Cap I), detener la mirara en el modo en que tras la eclosión de la contracultura, especialmente en los Estados Unidos, las políticas desarrollistas impulsadas por las potencias económicas de la segunda mitad del siglo XX vieron en la educación, convertida en servicio, un mecanismo para controlar un aspecto que hasta el momento había sido infravalorado por burócratas, políticos y pedagogos: la cultura.
Así, fue en la década de los años cincuenta, y con los Estados Unidos liderando la política y los mercados internacionales, cuando dentro de sus fronteras dio comienzo todo un movimiento social que situó el foco de su crítica en algunos de los pilares fundamentales del sistema americano. Sucedía que si bien de cara al exterior el país más poderoso del mundo se presentaba como un modelo de organización político-económica, en el seno de su territorio, y especialmente en los espacios académicos y artísticos de las grandes ciudades, se levantó toda una corriente de pensamiento crítico que chocó con los aparentes sólidos pilares delestablishment estadounidense. 
La actitud inconformista de la generación Beat, representada en la literatura por las figuras deJack KerouacAllen Ginsberg William S. Burroughs y en la música por Janis JoplinJimy GendrixJim Morrison Bob Dylan, tuvieron un impacto destacado para aquellos autores que veían en la segunda mitad del siglo XX una oportunidad de romper con las líneas de pensamiento más tradicionales. En consecuencia, también fue un buen momento para marcar cierta distancia con las instituciones que hasta entonces se habían presentado como los garantes por excelencia de la cultura oficial. En ese sentido, las instituciones educativas fueron, como no podía ser otra manera, fuente de crítica y legítima sospecha.
De ahí que fuera en este tiempo cuando en el campo de la educación se acuñó una expresión que todavía hoy acompaña al debate pedagógico en torno al espacio escolar, esto es, la crisis de la educación. Precisamente en el país que más esfuerzos había dedicado tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial a impulsar una escolarización obligatoria de sus ciudadanos, iniciaba el debate en torno a la crisis educativa. No obstante, es muy probable que este sentimiento respecto a la educación y sus instituciones no fuera más que un reflejo de las otras muchas crisis que desde el pensamiento se fueron situando en campos tan proclives como la economía, el arte o la política. Ahora bien, en el caso de la educación la crisis alcanzó una repercusión notable que llegó a tener una fuerte presencia en el debate político y en los medios de comunicación.
Una consecuencia de la importancia que llegó alcanzar este debate en torno a la crisis educativa fue la iniciativa pedagógica de algunos de los más destacados intelectuales de la posguerra. Así, uno de los textos precursores de este debate fue el trabajado de Hannah Arendt, quien desde su exilio estadounidense realizó una lectura de la crítica situación en la que se encontraba la educación en los años cincuenta. Su texto de 1954 titulado La crisis de la educación, supuso un punto de inflexión para quienes pensaban la escuela, ya que abrió toda una brecha a partir de la cual la crítica entró de lleno en el otrora intocable recinto temático de la educación.
Sucedía, pues, que al tiempo que se asumía que la escuela había resultado útil, y aún lo era, para la conformación de un sentimiento nacional dentro de un contexto social caracterizado por una amplia diversidad de grupos étnicos fruto de la inmigración, la práctica educativa quedaba instalada dentro de una crisis de autoridad que ya había dado sus primeros pasos en el campo de la política. No en vano, uno de los pilares sobre los que se asentaron los estados modernos fue el respeto por parte de la mayoría de la autoridad de unos pocos, misma autoridad que era trasmitida a los ciudadanos en su educación en familia mediante el respeto a los padres. Por tanto, en la medida en que las familias fueron debilitando su autoridad en el proceso educativo de los hijos, también la escuela y la clase política se veían afectadas por esta debilidad manifiesta para imponer ciertos consensos básicos para la convivencia.
En definitiva, el objetivo de la educación, entendida como el intento consciente de proporcionar a las personas un carácter y unas costumbres particulares a partir de una selección y sistematización de una parte del conocimiento, se veía truncado en el momento en que los individuos rechazaban la autoridad y la tradición. Si la educación quería seguir ejerciendo su rol dentro de la sociedad no podía renunciar al papel de los maestros y educadores como autoridades claves en la transmisión de los conocimientos del mundo viejo a los recién llegados. De lo contrario la educación organizada debería renunciar a su tarea tradicional, esto es, enseñar a los niños cómo es el mundo, lo que conllevaría educar sin enseñar.
En consecuencia, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la educación en los Estados Unidos se vio inmersa en un profundo debate en torno a la necesidad de iniciar una reforma del sistema educativo que diera salida a la crisis. Y dos fueron las tendencias predominantes que partieron de un enfoque sociológico protagonizaron el debate. En primer lugar, y siguiendo las tesis de Durkheim, se observó la necesidad de trabajar en la mejora de las instituciones existentes para, entonces sí, cumplir mejor las funciones sobre las que se mantenía el status quo. Desde esta perspectiva se apostó por engrasar el sistema para mejorar sus resultados, ya que se consideraba que los objetivos últimos no debían ser transformados. En segundo lugar, se propuso cambiar las instituciones existentes con el fin de alcanzar los objetivos sobre los que se sustentaban las nuevas prácticas sociales, mismos objetivos que aparentemente se encontraban paralizados por el propio funcionamiento de las instituciones. Desde esta segunda tendencia se apostaba por una reforma profunda de las instituciones educativas.
El resultado de este debate se haría visible apenas entrados los años setenta, cuando en plena crisis energética y económica, desde instancias como el El Club de Roma se apostaría por redefinir la educación como un servicio que instancias públicas y privadas podrían ofrecer, previo pago de los impuestos correspondientes o del capital privado disponible, a los ciudadanos. Nacía entonces la economía de servicios que, en teoría, ayudaría a aliviar los desequilibrios medioambientales de un modelo económico centrado exclusivamente en la producción y consumo de bienes materiales. Al tiempo, esta inversión en educación, no sólo atendería a las reivindicaciones de los movimientos más críticos con el sistema institucional, sino que integraría a todo el espectro cultural dentro de las instituciones educativas.

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