Como este vinculo es muy largo aparte de la información dáda, le anexo el link, porque trae videos:
¿Cuál es tu visión del futuro del libro?
Después de ver el video de IDEO sobre los posibles futuros del libro electrónico, uno comprende mejor qué debe significar eso de la lectura en red, de la lectura como conversación expandida e interminable, de los libros como nodos de significado y como puertas de paso o umbrales a nuevos libros y nuevos significados. Todo en los prototipos de Nelson y Coupland, que así los han dado en llamar, incorporan tecnologías que permiten realizar un seguimiento cuantitativo de la popularidad de un libro o de un fragmento; que ofrecen la posibilidad de conocer las lecturas que un colega, un compañero o un desconocido realicen y recomienden; que dan las herramientas para marcar, anotar, entresacar, recortar, enviar y compartir una lectura que antes se parecía más a un acto solitario e intransitivo y ahora se parece más a un coloquio inagotable. Con Alice, que es la tercera variante que nos presentan, cabe pensar en narratividades no lineales que incorporan materiales y contenidos de toda naturaleza, haciendo de la experiencia de la lectura algo completamente distinto a lo que un libro tradicional pudiera ofrecer… pobre, lleno de páginas y de líneas que reclaman una atención constatne y sucesiva, volcada silenciosamente sobre el texto. ¿Quién puede querer eso hoy? Hace no demasiado tiempo Amazon introdujo en su Kindle, precisamente, la posibilidad de leer textos que hubieran sido subrayados o resaltados por los propios editores o por otros lectores como una suerte de hitparede filosófico o literario en el que, quizás, pudiera uno ahorrarse la lectura completa de un texto extenso a cambio de una rápida digestión de reader’s digest. Algo así como un fast good de los libros. Manuel Rodríguez Rivero lo tituló no hace mucho como “Cibersubrayados” y concluía su texto diciendo: “Hay algunos libros, decía Francis Bacon, que deberían ser gustados, otros tragados y unos pocos masticados y digeridos. Lo que el humanista ignoraba es que ahora todo eso lo podemos hacer entre todos. Un espanto”.
Quizás haya alguien, por eso, que todavía piense que los libros puedan o deban ser de otra manera y que quiera participar en esa “gran conversación” que IDEO ha convocado para compartir, contradecir o sugerir cualquier idea en torno al posible futuro del libro. Yo llevo cuatro años tratando de incitar desde aquí la misma conversación…. pero no soy Tim Brown.
Frankfurt y los mercaderes de la cultura
Mañana miercoles, 6 de octubre, comienza la feria de ferias, el lugar que cualquier amante de los libros debería visitar al menos una vez en su vida para cobrar plena conciencia de las inabarcables proporciones de este negocio que no es negocio. No cabe la menor duda que, tal como acuñara Ernst Rowohlt, el gran editor alemán, el oficio de editor es una ocupación intrínsecamente bastarda, porque ama el dinero tanto como el arte o viceversa. No hay buenos libros sin buenos planes financieros ni ventas sostenidas; no hay ventas sostenidas ni márgenes de contribución aceptables si no interviene un criterio refinado de selección literaria. Pierre Bourdieu, el gran sociólogo francés, lo dejó también escrito y yo no paro de repetirlo: la profesión de editor es compleja, díficil, porque trata de hacer convivir el agua con el aceite, el amor al arte con un riguroso criterio contable y comercial. Frankfurt es lugar donde la confusión inevitable de los dos criterios se da cita y se fusiona de tal forma que uno nunca sabe si lo que prepondera es el amor por los libros o las cantidades estratosféricas alcanzadas por algunas pujas alanzeadas por el interés pecuniario de agentes e intermediarios. Ni una cosa ni la otra, quizás las dos.
Mi amigo José Pons, que es un editor irreductible (y cada vez más consumido por el peso de esa responsabilidad), me recomendó hace poco un libro que he devorado casi por entero, una obra directamente deudora de esa otra que nunca me canso de recomendar: Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, que ahora tiene una heredera contemporánea, una puesta al día que Bourdieu anticipó en gran medida sin poder tener en cuenta, claro, la deriva digital. Merchants of Culture. The Publishing Business in the Twenty-First Centure, del profesor John Thompson, también sociólogo, corrobora lo que Bourdieu anticipara siguiendo la lógica del campo literario: las grandes concentraciones editoriales y comerciales que amenazaban con desestabilizar el campo literario hacia su polo más comercial, desnaturalizando en buena medida su impulso de emancipación original, que no era otro que independizarse de una demanda opresiva, parecen estar sufriendo una recesión anunciada: las grandes cadenas de librerías que conspiraron para cerrar las pequeñas librerías independientes, se ven ahora agobiadas por unos gastos generales inasumibles, por una disminución anoréxica de la oferta exhibida, por una insumisión de los pequeños que tienden a recuperar el espacio del que se les había privado. El campo literario basa su funcionamiento, precisamente, en que nuevos y continuos independientes innovan y arriesgan insuflando al campo con nueva vida y nuevas ideas, asumiendo los riesgos inherentes a la inversión cultural, practicando cabalmente la exploración y el descubrimiento. Y nadie ha dicho que eso sea fácil.
Pero además de esa interesantísima constatación empírica de lo que está sucediendo, Thomson añade algo que Bourdieu nunca pudo anticipar: la deriva digital y sus previsibles consecuencias. Parece que los grandes agentes analógicos viran hacia una dimensión más razonable haciendo de nuevo sitio a los pequeños pero mientras tanto, en el mundo digital, agentes por completo ajenos al campo, comodifican con ambición comercial desmedida buena parte del patrimonio intelectual. Mercaderes digitales de la cultura que no se paran en consideraciones equitativas sobre el tamaño de los sellos editoriales o de las librerías ¿Es eso necesariamente bueno? ¿Necesariamente malo? ¿De qué manera resolver ese acertijo renovado entre el amor por los libros y por el dinero? Ya lo dijo Ernst Rowohlt: un oficio bastardo, sea en el formato y el medio que sea.
La edición celestial
Buena parte del futuro de la edición, al menos de sus modalidades de distribución, uso y descarga, pasarán por la nube, algo hasta hace poco ininteligible que podría parecer magia celestial. Agentes por completo ajenos al mundo editorial -Apple, Google, operadoras telefónicas, etc.-, han apostado por propiciar acceso ubicuo (siempre que se disponga de una conexión 3G y se pueda pagar) a cambio de algunas servidumbres: podremos descargar en algunos de nuestros dispositivos aquello que queramos ver, leer o escuchar a cambio, eso sí, de que no sea completamente nuestro, a cambio de que torzamos nuestro sentido tradicional de la propiedad y comprendamos que sin ser nunca enteramente nuestro aquello que adquirimos (despositado en un servidor remoto en algún lugar del mundo y protegido por distintos DRMs que hace incompatibles los contenidos), tengamos acceso ilimitado. Ese empujón que esas empresas ajenas al mundo editorial nos han dado -dinamizadoras de un sector cómodo en sus insostenibles certezas industriales-, está sirviendo para que tengamos que concebir nuestra cadena de valor de una manera distinta, ligada a plataformas cooperativas de distribución digital de contenidos ligadas a servicios para el usuario de toda índole: de la descarga a la impresión digital de ejemplares físicos a la distribución al domicilio del comprador, por mencionar solamente las más obvias. También se gobernarán así, en gran medida, los préstamos bibliotecarios.
No son pocas las incógnitas que esta tendencia celestial trae consigo: la incompatibilidad de los formatos; la sobreprotección de algunos DRMs; la propiedad virtual que puede ser enajenada según los términos del contrato (recuérdese el flagrante y cómico caso de Amazon con Orwell).
De todo eso hablaremos hoy en el ciclo sobre comercialización del libro electrónico en Liber 2010:
Razones para la convivencia
Hoy empieza Liber y vamos a hablar, de nuevo, de la posible, probable o deseable convivencia entre los soportes, del lugar que cada uno acabará ocupando en un ecosistema redefinido donde, qué duda cabe, los dispositivos digitales, la nube intangible de libros ubicuamente accesibles, se convertirá en el sueño de la gran biblioteca universal. En todo caso, en la efervescencia de las opiniones y del subidón digital, creo que conviene siempre reparar en la perfección de la tecnología de que disponemos y en su asociación con determinados procesos cognitivos. Si tuviera que intentar resumir en una frase la razón por la cual perdurarán, al menos durante un trecho del tiempo que nos aguarda, los libros en papel, diría: fijaos en cómo ese artefacto nos obliga a leer su contenido de manera lineal, sucesiva, acumulativa, obligándonos a profundizar, progresivamente, en sus sucesivas capas de sentido, a anticipar lo que quizás suceda, a inferir las razones por las cuales algo pase, a comprender, profundamente, los argumentos o las ideas que un autor expone, a conformarnos con ellas, a aceptarlas, a rebatirlas quizás, a formanos nuestra propia opinión crítica sobre lo expuesto. Esta forma de leer, inmersiva, envolvente, que exige bucear hasta las profundidades abisales del sentido, es una propiedad inherente a los libros hecha, además, con la materia prima fundamental: el lenguaje.
Ese será uno de los argumentos que expondré esta mañana:Convivencia de formatos
Para quien quiera, además, seguir en directo las charlas del Liber 2010, a partir de las 11 de la mañana (hora española), puede hacerlo aquí:
A vueltas con la propiedad intelectual
La idea básica sobre la que se basa la defensa de la propiedad intelectual, además de porque se trate de un derecho fundamental inalienable cuyo ejercicio y usufructo depende de la voluntad de su propietario, es que constituye el fundamento sobre el que se construye y desarrolla la innovación y la creatividad, tal como establece el punto D del controvertido borrador aprobado ayer por la Unión Europea redactado por la diputada gala Marielle Gallo. El popularmente conocido como informe Gallo es, sin duda, restrictivo en su interpretación del alcance del copyright y de las patentes, y tiene mucho que ver con la negociación multilateral que en los dos últimos años, a puerta cerrada, han mantenido algunos de los principales países del mundo (Estados Unidos, Japón, Unión Europea, etc.). El texto deACTA (Anti-Counterfeiting Trade Agreement) insiste en el control de algunos asuntos controvertidos de la web: la prohibición estricta del intercambio de ficheros; el control de las redes de acceso; la punición por las prácticas sospechosas de violar esos principios.
Tal como sostiene una plataforma de creadores por la defensa de sus legítimos derechos a la propiedad intelectual de sus creaciones (sin web todavía pero con correo electrónico para firmar adhesiones plataforma.copirrait@copirrait.es), “La propiedad intelectual es un derecho reconocido internacionalmente y amparado por la legislación española. Merece por lo tanto al menos la misma protección jurídica que la propiedad de bienes y la propiedad industrial. El cuestionamiento a que está siendo sometida por algunos sectores en la situación actual no se funda en razonamientos ni en argumentaciones, sino en la simple constatación de la existencia de una tecnología que permite su quebrantamiento continuo e impune”. Los creadores españoles, a diferencia de los legisladores europeos, no son sin embargo ciegos a la evidencia de que en el ejercicio legítimo de la propiedad también está comprendido su cesión o donación, porque cabe pensar, más que razonablemente, que en buena medida la innovación, la creatividad y el progreso puedan provenir del intercambio y la posibilidad de compartir haciendo uso de las licencias creadas a tal efecto y que son, tan sólo, una derivación o un corolario lógico de lo que la Ley de Propiedad Intelectual ya contiene: “Apoyamos”, dice el texto que seguramente se publique en breve, “el desarrollo y la potenciación del copyleft y de las licencias de Creative Commons, que ya están contempladas en la legislación española y pueden ser empleadas por los creadores sin ninguna traba. Dichas licencias, sin embargo, deben ser siempre voluntarias y estar sancionadas por el autor o por las personas y empresas que le representen. Esas modalidades permiten a quien lo desea divulgar su obra libremente a través de Internet. Nadie que quiera acogerse a la licencia de copyright, sin embargo, puede ser obligado a emplearlas por la fuerza de los hechos o por la desprotección efectiva de sus derechos”.
Más controvertido es el asunto de las patentes que, en casos tan flagrantes como el de los medicamentos, no sólo no promueven la innovación, sino que en muchos casos suponen un obstáculo insalvable, una rémora infranqueable que atenta directamente contra el bienestar de los seres humanos, algo obvio en el caso de los esfuerzos por patentar secuencias del genoma humano o el patrimonio natural o las sustancias de origen vegetal de algunas comunidades indígenas. Lo que se discute en estas rondas, claro, no es tanto lo que un puñado de creadores literarios haga o deje de hacer, gane o deje de ganar, sino cuestiones vinculadas a la gran industria audiovisual o a corporaciones con presencia multinacional.
En el punto seis del texto que uno de mis amigos escritores, promotores del texto, me envía, dice: “El derecho al acceso a la cultura, que con frecuencia se invoca, no debe ser confundido nunca con el derecho a acceder gratis a cualquier producto cultural y de entretenimiento. Los creadores nos declaramos dispuestos a colaborar en la búsqueda de fórmulas que permitan el disfrute de los productos culturales a estudiantes y a personas sin recursos, pero no aceptamos que en una sociedad completamente mercantilizada nuestras obras sean el único bien de acceso universal no retribuido”.
Para pensárselo.
Reconocimientos y desmentidos
No suelo hacer esto nunca, en parte por pudor personal, en parte por no avergonzar a su destinatario. Pero existe un antecedente reciente, mucho más célebre y cualíficado que el mío, El que oye llover, que expresa sin ambages el afecto y la admiración hacia Luis Suñen, así que eso me anima a escribir esta tarde este reconocimiento y este desmentido. Que esta entrada esté ubicada en este blog está más que justificada: entre los grandes editores que la historia cultural española deberá recordar está Luis Suñén, discípulo de Jaime Salinas, fue un joven editor insumiso e innovador en Alfaguara, junto a su inseparable Manuel Rodríguez Rivero, hasta que, eso sí, el sello principal consideró que ya bastaba de creatividad y descubrimientos y resultaba más conveniente volver al redil de la edición más conservadora. Eso no le amilanó demasiado porque cuando le conocí, en un gran despacho de Alianza atestado de libros, ya había congeniado con Amin Maalouf o Alberto Manguel y se había convertido en su editor. Fue tentado por la gran sirena cantora de Planeta y dirigió Espasa-Calpe, sosteniendo la mirada al jefe de contabilidad y colándole títulos y autores que iban más allá de los fichajes mediáticos hasta que en una operación más propia de una mala novela policíaca que de una empresa cultural, fue desacertadamente despachado. Por fortuna para todos nosotros, entre la decena de placeres y saberes que cultiva estaba el de la música, de la que ejercía crítica en las páginas de un diario nacional. Hoy combina su sabiduría literaria y su talento musical en la dirección de la revista musical más importante de nuestro país, Scherzo, a la que ha insuflado un empaque cultural y una credibilidad incomparables.
Su poesía completa, El que oye llover, es intimista y celebra la dicha de existir y amar; su programa de radio, un diálogo con amigos en el que la imagen de uno se refleja en la del otro (Juego de Espejos, Radio Nacional), es una hora gozosa de música clásica donde se celebra tanto la amistad como la belleza de lo que se escucha; en las clases que imparte, las mejor valoradas del curso, su conocimiento se destila a través de sus variadas y riquísimas experiencias personales, de manera que lo que podría ser, meramente, un contenido teórico transmitido con desgana cobra vida ante los ojos y oídos atónitos de sus alumnos. La dicha de compartir la pasion por un oficio. Lo más sorprendente de todo, sin embargo, no es esta acumulación algo sin par de conocimientos, competencias, afanes y saberes. Lo más sorprendente es, sin duda, que instila alegría en cada cosa que hace, que parece incapaz de no disfrutar con cualquier cosa que merezca la pena, que pueda proporcionarle algún placer: “alegría clara, gozo diáfano, que se deja calar y trasver hasta el fondo”, como dejó escrito su estimado Rilke. Hasta tal punto es así, que le gusta al fútbol (probablemente, lo único que no comparto): es capaz de describir con el mismo embeleso la filigrana de Messi que un movimiento de una Sinfonía de Mahler que aquel párrafo de Delillo en el que describe la trayectoria morosa de una bola de beísbol.
Podría parecer que es historia editorial, pero nada más lejos de la verdad: ha sido uno de los profesionales que con más ahinco y convencimiento ha abrazado la metamorfosis digital de nuestra industria lo que no quiere decir tampoco, sin embargo, que no sea un bibliofrénico perdido que haya pasado parte de su verano constatando un desmentido: la librería Powells es la más grande del mundo. Un edificio que ocupa una manzana completa, repleto y ensimismado de libros en papel. Pareciera, por tanto, si uno se adentra en sus pasillos abarrotados de papel, que la revolución digital y la enconada lucha de los nuevos dispositivos por ocupar el lugar del libro, es tan sólo una ficción, quizás un rumor, una pesadilla acaso. Lo ha dejado escrito en su última crónica en Babelia, “Salazar en Oregón“, el suplemento en el que escribe mensualmente, para deleite de muchos.
“No hay deber que descuidemos tanto como el deber de ser felices”, dejo dicho Stevenson, algo que Luis Suñén parece desmentir, también, en cada cosa que hace. Intentaré aplicármelo, aunque para eso tenga que ver el fútbol.
Los libros secuestrados
Liber está a la vuelta de la esquina; también Frankfurt y, poco después, Guadalajara, lugares concebidos, cómo no, para la compra y venta de derechos, para el fichaje de autores y títulos, para la transacción de vanidades también. Mientras me preparo para acudir a la primera de ellas, leo: “en lugar de promocionar libros que exigen una lectura profunda, la industria editorial de nuestro tiempo crea objetos unidimensionales, libros superficiales que no dan a los lectores la posibilidad de explorarlos a fondo”.
Hay que tener una sensibilidad muy encallecida o un criterio muy embotado para no estar de acuerdo, en el fondo, con Alberto Manguel. En su último y más que recomendable libro, La ciudad de las palabras. Mentiras políticas, verdades literarias, tras reflexionar sobre el papel de la literatura y del lenguaje frente a la cerrazón y clausura inherente al discurso político, arremete contra todos los eslabones que componen, todavía hoy, la anquilosada cadena de valor del libro. Y hay para todos. Para empezar, la propia materia prima subvertida de la buena literatura, el lenguaje: “[...] la lengua literaria (ambigua, abierta, compleja, capaz de un infinito enriquecimiento) puede ser suplantada por la lengua de la publicidad (breve, categórica, imperiosa, definitiva), de forma que, finalmente, lo que se ofrece son respuestas en vez de preguntas y la gratificación instantánea y superficial sustituye a la dificultad y la profundidad”. Reinvindicar la complejidad del discurso y el tiempo necesario para desentrañarlo, no es, desde luego, nadar a favor de la corriente.
La esencia y naturaleza industrial misma de la cadena de valor del libro no añade ya hoy nada, sustancialmente, a lo que deberíamos esperar de un libro: “el modelo económico aplicado desde la Revolución Industrial a la mayoría de las tecnologías y a la mayor parte de las industrias para producir mercancías con el menor coste y el mayor beneficio posibles, alcanzó en el siglo XX a los dominios del libro”, algo que muchos consideran, desde luego, una forma de perversión del esfuerzo necesario para alcanzar la autonomía del campo litearario. “Con el fin de alcanzar ese objetivo”, continúa Manguel, impertérrito, gran parte de la industria editorial, especialmente en el mundo anglosajón, creó equipos de especialistas encargados de decidir qué libros habían de producirse basándose en una previsión supuestamente matemática de qué libros podrían venderse”. La cadena de especialistas que iban armando -que siguen armando- ese objeto al que todavía llamamos libro, fueron construyendo algo que cada vez es menos un producto para lectores especializados como para consumidores indiferenciados. Y lo trágico de todo ello es hasta qué punto la vocación se acaba transformando, inevitablemente, en sumisión, aquello que Ernest Rowohlt señalaba ya en sus memorias: un editor, al final de su vida, no sabe si publica algo porque le gusta o porque puede venderlo. Se convierte, inevitablemente, en un bastardo.
“Ciertamente”, continúa Manguel, poniendo el dedo en la llaga supurante, “muchos de los que llegaron a la edición movidos por el amor a los libros siguen siendo tercamente fieles a su vocación, pero lo hacen a costa de resistir una fuerte presión, especialmente en el seno de los grandes grupos editoriales”, y que tire la primera piedra quien no lo haya sentido así, “que exigen de ellos considerar el libro por encima de todo un objeto vendible”. Los libreros y la gestión de sus espacios, tampoco salen muy bien parados, cómplices de este mercadeo desnaturalizador: “la industria del libro no sólo produce este dogma sino que se asegura también de que se conceda muy poco espacio a todo aquello que se atenga a él. Las cadenas de librerías venden el espacio de sus escaparates y mesas al mejor postor, de forma que lo que ve el público es aquello que la editorial paga para que se vea….”. Y, por si quedara todavía títere con cabeza, Manguel reparte lo suyo a los críticos literarios y los suplementos periodísticos: “los suplementos literarios, obligados generalmente por la política del periódico a dirigirse a un público supuestamente poco culto, conceden más y más espacio a esos libros de consumo, creando así la impresión de que son tan valiosos como cualquier clásico y que los lectores no son lo bastante inteligentes como para disfrutar de la buena literatura. Esto último es fundamental: la industria debe inculcarnos la estupidez porque nosotros no nos convertimos en estúpidos de forma natural”.
Como dijo Anthony Burgess, con más razón ahora que se acerca de nuevo el encuentro anual de Liber, “creo que la tradición editorial [...] necesita en este momento una buena reprimenda”. Quizás podamos dársela en Barcelona y liberar a los libros secuestrados.
Mundos digitales: espacio de lectura, lugares de creación
En director, desde las 9.30 de la mañana al mediodía del 15 de septiembre de 2010, las ponencias del encuentro ” Mundos digitales: espacio de lectura, lugares de creación”.
Textualidades digitales
Domenico Fiormonte. Profesor de Lingüística y Nuevos Medios. Universidad de Roma
Joaquín Rodríguez. Asesor/Investigador Programa Territorio Ebook
Domenico Fiormonte. Profesor de Lingüística y Nuevos Medios. Universidad de Roma
Joaquín Rodríguez. Asesor/Investigador Programa Territorio Ebook
Innovación en el arte y cultura digital
Pau Alsina. Profesor de los Estudios de Artes y Humanidades.Universitat Oberta de Catalunya
Pau Alsina. Profesor de los Estudios de Artes y Humanidades.Universitat Oberta de Catalunya
Sobre la (im)posibilidad de leer a Tolstói: redes p2p, visibilidad y disponibilidad de libros redes electrónicos
José Antonio Cordón García. Profesor Titular Universidad de Salamanca. Facultad de Traducción y Documentación y Raquel Gómez Díaz. Profesora Universidad de Salamanca. Facultad de Traducción y Documentación
José Antonio Cordón García. Profesor Titular Universidad de Salamanca. Facultad de Traducción y Documentación y Raquel Gómez Díaz. Profesora Universidad de Salamanca. Facultad de Traducción y Documentación
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Postextualidades digitales o la era de la segunda oralidad
No cabe duda que todas las épocas tienen su lenguaje y que la nuestra está abocada, irrevocablemente, a experimentar con las posibilidades de los lenguajes digitales presentidas por los grandes semiólogos y escritores franceses de los años 60 (Perec, Quenau, Barthes, Derrida). Algunos estudiosos como Thomas Pettitt van, incluso, un poco más allá y aseguran -tal como discutí en una entrada previa- que el invento de Gutenberg y el tipo de textualidad a la que dio lugar, no sería sino un paréntesis entre la oralidad original y una forma más refinada y digital de original secundaria en la actualidad. Se trataría, en fin, de que Gutenberg no habría representado otra cosa que un paréntesis que habría forzado los textos a asumir una forma forzosamente fija, inflexible y emprobrecidamente lineal en contra de la flexibilidad, la plasticidad y la riqueza proveniente de la improvisación de la oralidad antigua. Algo que se incrementaría hasta confines insospechados con la amplificación que los medios de creación digital permitirían mediante la intersección de conversaciones y aportaciones múltiples que eliminarían cualquier sentido de autoría, fijación o, incluso, argumento central en una obra.
En la próxima Feria del Libro de Frankfurt tratarán, en el espacio denominado Storydrive, de reflexionar de nuevo sobre las modalidades que la creación asumirá en este siglo gracias al uso masivo de los medios digitales; del espacio que en ese nuevo ecosistema participativo tendrán los medios editoriales tradicionales; de los modelos de difusión, explotación y negocio que surgirán en torno a este fenomeno imparable. Entre los millones de volúmenes en papel que atestan los stands de la gran Feria, se abre paso una riada de actos y seminarios en torno a la transformación digital que hace pensar en un día todavía lejano en que, quizás, sólo leamos historias digitales… En el blog de la Ferida dedicado a estos asuntos, Digitalisierung Blog (Dig It), un autor resume claramente el sentir de aquellos que perciben la creación digital como una liberación, como una ruptura del corsé de las textualidades tradicionales: “interactive stories are brimming with possibility. And after the dust settles (or even before) it will start to wake up the educational process too –so much more captivating. I’m excited to be part of this potential as it unfolds over the next few years” (Rob, Author).
El próximo miércoles 15 de septiembre -en ese espacio singular que es el CITA de Peñaranda de Bracamonte, dentro de los cursos de verano organizados por la USAL en colaboración con la FGSR- tendré el placer y la oportunidad de escuchar a Domenico Fiormonte -uno de los grandes especialistas en textualidades digitales en Europa, autor de dos libros indispensables que no han encontrado editor en España, L’umanista digitale escrito junto a Teresa Numerico y Francesca Tomasi (Il Mulino, 2010) y el inaugural e indispensable Scrittura e filologia nell’era digitale (Bollati Boringhieri, 2003)- y, si el tiempo da de sí lo suficiente, discutir, precisamente, sobre qué hay de cierto y de realidad en esa teórica postextualidad digital de la que el habla o de esa segunda oralidad digital que algunos preven que llegará a sustituir a la gozosa linealidad de los textos literarios en papel. Vale la pena darse un salto por allí.
Los problemas del Kindle
Muchos se prometían un futuro del libro, al menos en el ámbito de los libros de estudio y consulta, claramente digital, donde el papel en las aulas fuera enteramente sustituido por libros electrónicos polivalentes y de alta capacidad de almacenamiento. Eso es lo que Amazon pensó cuando propuso a algunas universidades norteamericanas lanzar algunos proyectos pilotos para introducir el Kindle DX (la versión XXL del Kindle normal, con una pantalla más grande adaptada a los requisitos de la lectura de manuales y/o libros técnicos) en las aulas y evaluar el comportamiento de sus usuarios.
Las conclusiones de los alumnos de la Darden School of Business de la Universidad de Virginia, según el comunicado de prensa de la propia escuela donde se resumen los resultados de la prueba piloto, son incontestables: “la mayoría de los estudiantes prefieren no utilizar libros electrónicos en el aula”. Las razones -conocidas para muchos de los que hemos intentando, arduamente, introducirlos en nuestro ecosistema informacional- son convincentes: “es necesario mostrar un alto grado de compromiso en el aula todos los días… y el Kindle no es suficientemente flexible… puede ser muy tosco. No puedes moverte entre las páginas, entre los documentos, las tablas y los gráficos, tan fácilmente como lo haces en las páginas de papel”. De hecho, para quienes trabajan seriamente con las especificaciones y lenguajes y puesta en página del libro electrónico, esto no es nada nuevo. El Epub forum ya había advertido, en su última convocatoria de desarrolladores, que tanto los sistemas de navegación de los libros electrónicos como la administración y gestión de las notas y el enlace a los elementos paratextuales, era muy deficiente. Amazon no tiene por qué ser tan sincero, pero hay quienes lo son por él. El experimento dentro de la escuela terminó con dos escuetas preguntas a los encuestados: ¿recomendarías el uso del Kindle DX a un estudiante que se incorporara a la escuela? y ¿recomendarías el Kindle DX a un estudiante que se incorporara a la escuela como dispositivo de lectura? A la primera pregunta, el 75-80% de la población respondió que no; a la segunda el 90-95% de los encuestados respondió que tampoco.
Es posible, como seguramente diría el maestro Piscitelli, que parte del fracaso se deba a que usamos nuevos instrumentos a la vieja usanza: la transmisión tradicional del conocimiento uno a uno reinterpretada digitalmente mediante un dispositivo poco capacitado para propiciar una experiencia educativa renovada. ¿Deberíamos renunciar, simplemente, al uso de esos soportes rígidos, por muy digitales que sean, para practicar formas de aprendizaje compartido y colaborativo que requiren de otra clase de tecnologías y aplicaciones, como parece sugerir el#Reinventate2.0.
Tampoco resulta rápida ni cómoda la lectura en el dipositivo, tal como demostrara Jacob Nielsen en uno de sus últimos experimentos, realizado entre personas con coeficiente de competencia lectora equiparable.
Los dispositivos dedicados de lectura, Kindle y familia, no parecen ser los llamados a sustituir a los viejos libros de papel ni los viejos apuntes. Podrán o no serlo las herramientas de trabajo cooperativo o los tablets dotados de aplicaciones interactivas, pero no parece que Amazon vaya a ganar esta partida.
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