Pero el motivo más razonable es que estamos ante una bisagra evolutiva. Así, debemos tener en cuenta que el ser humano casi nunca ha tenido acceso ilimitado a la comida. Evolutivamente nos hemos adaptado a almacenar en la grasa la mayor parte de lo que comíamos para sobrevivir en épocas de hambrunas. Hoy, esa pequeña parte de la población mundial que no tenemos que pelear por alimentarnos tenemos el mismo perfil genético que la mujer y el hombre de hace 15.000 años, y conservamos nuestra tendencia a almacenar toda la grasa que podamos.
Si a esto le añadimos el sedentarismo y el consumo legalizado de tabaco, la combinación provoca millones de muertos antes de su correspondiente límite biológico: aumenta el riesgo enfermedades del corazón y de la circulación cerebral, diabetes y cáncer. Es decir, todavía no hemos evolucionado genéticamente para adaptarnos a la nueva situación de acceso a la comida.
Por tanto, solo disponemos de la capacidad de adaptarnos socialmente al escenario en el que vivimos. Desde el deporte, tenemos los datos procedentes de corredores de largas distancias, ciclistas o maratón, cuyas supervivencias han sorprendido a la mayoría de observadores pero cuyo paralelismo con las observaciones en el laboratorio explican fácilmente este hecho. Esto sugiere que es posible adaptarnos mientras esperamos al siguiente evento evolutivo, reduciendo el riesgo de enfermar y aumentando la longevidad.
Desconozco si existen conjuras industriales asociadas a la epidemia de cáncer y de infartos, pero la falta de ambición política en la aplicación de la regulación de nuestra capacidad de hacernos daño con la comida, el tabaco y la vida sedentaria nos puede costar muchos miles de muertos. Y solo quedarán los ciclistas, los corredores de maratón y mi amigo Juan Pablo para contarlo.
Autor: Cristóbal Belda (Grupo de Biomarcadores y Terapias Experimentales del Cáncer del Hospital Universitario La Paz de Madrid) |
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