domingo, 21 de agosto de 2011

La felicidad autoritaria del régimen chino


La felicidad autoritaria del régimen chino

Por Julio César Moreno  | Para LA NACION
 
Después de la caída del Muro de Berlín a fines de 1989, y de la posterior disgregación de la Unión Soviética y su "zona de influencia" en Europa, se habló de la muerte definitiva del comunismo, que pasó a ser como una pieza más del museo de la historia. Había sido tan estrepitosa esa caída -que no fue el fruto de una guerra perdida o de una invasión extranjera, sino de una implosión, de un desmoronamiento interno- que el comunismo fue interpretado como un accidente histórico que había interrumpido momentáneamente la ley general de evolución de las sociedades.
Pero he aquí que la República Popular China, que es el país más poblado de la Tierra, el que más ha crecido económicamente en las últimas dos décadas y que en poco tiempo podría desplazar a los Estados Unidos de su lugar de primera potencia mundial, celebró hace poco con bombos y platillos el 90° aniversario de la fundación del Partido Comunista, que es el partido gobernante desde 1948 y que es la única fuerza política existente y reconocida del país.
Lo ha hecho sin abjurar de su pasado y sin hacer la más mínima autocrítica de esa historia de casi un siglo. La bandera roja con el martillo y la hoz flameó en todas las ciudades y aldeas de este gigante de mil trescientos millones de habitantes, y todos los líderes históricos, desde Mao Tsé-tung hasta Chu En-lai y Deng Xiaoping fueron recordados como héroes nacionales y padres fundadores de la patria, como si los tres hubieran seguido una misma línea recta, desde los primeros años de la revolución china hasta el presente.
¿Ha muerto, pues, el comunismo? Habría que convenir que el que murió fue el comunismo soviético y los partidos comunistas del mundo entero que le fueron fieles, algunos de los cuales desaparecieron y otros se transmutaron en moderadas fuerzas socialdemócratas o reformistas. Pero el comunismo chino, que fue aliado y después rompió con la Unión Soviética, goza de muy buena salud, como lo demostraron las fastuosas celebraciones de este 90° aniversario.
De todos modos, más allá de estas festividades por el 90° aniversario del Partido Comunista Chino, lo cierto es que no hubo una "línea recta", absoluta e inalterable, desde que los comunistas tomaron el poder en 1948.
En sólo dos décadas, entre fines de los años 60 y fines de los años 80 del siglo pasado, hubo en China dos revoluciones: la "gran revolución cultural", lanzada por Mao, destinada a "profundizar el modelo" implantado desde 1948 (estatista y colectivista), y después, a fines de los años 80, esa verdadera "revolución en la revolución", dirigida con mano férrea por Den Xiaoping, que abrió impetuosamente la economía china, con amplia participación de nuevas y a veces enormes empresas privadas.
El auge de las exportaciones, el nacimiento de una nueva y poderosa burguesía y un crecimiento interno a tasas hasta entonces desconocidas en el mundo llevaron a algunos analistas occidentales a bautizar el nuevo modelo chino como "comunismo de mercado", un modelo que no figuraba en los libros ni de Marx ni de ningún pensador político o economista liberal o conservador.
El "comunismo de mercado" ha convertido a China en una gran potencia y le da de comer a mil trescientos millones de chinos, lo que no es poco. Pero en China hay profundas desigualdades sociales, corrupción en gran escala y una muy alta inflación. Es un país en el que no hay derecho de huelga ni convenios colectivos de trabajo. Tampoco hay pluralismo político ni un gobierno y un parlamento elegidos libremente por el pueblo, ni libertad de prensa ni derechos y garantías individuales.
Esta mezcla de autocracia política y una economía de mercado controlada por el Estado seduce, y sin llegar a la estatura del modelo chino aparece en las diversas formas de populismo autoritario que pululan en el mundo, que no tienen mucha consideración por los valores republicanos. El gobierno chino no habla de socialismo ni de comunismo, sino de la "felicidad china". También Saint Just, en la Convención de 1793, dijo con palabra bella e inflamada: "La República Francesa proclama ante el mundo entero que la felicidad es posible". Poco después, Saint Just fue guillotinado, junto a otros revolucionarios como Robespierre. La China de hoy no usa la guillotina, hace los cambios de otra manera, aunque en una dirección no muy clara y a veces inquietante.
© La Nacion

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