A pesar de los éxitos crecientes de las ferias de libros en Frankfurt (Alemania) y en Guadalajara (México), hoy asistimos a una especie de festín de negras aves agoreras en donde los periódicos, las revistas y los libros físicos son mirados y tratados como si fueran “hueseras” de una época prehistórica. Casi de la misma manera en que son olvidados o ultrajados los escritores y pensadores serios como Moshé Maimónides, Tomás de Aquino, Immanuel Kant, Jorge Guillermo Hegel, Ortega y Gasset, Xavier Zubiri y Martin Heidegger. Porque en algunos espacios semi-vanguardistas de la frivolidad contemporánea, parecieran sólo tener cabida los voceros del nihilismo y del anarquismo, cuyos predicamentos se conectan con el estilo fragmentario y sentencioso de los aforismos de Friedrich Nietzsche, a veces dicharacherescos, pero bien escritos.
Justamente por eso es indispensable que se hagan nuevos rastreos de la producción intelectual y del quehacer bibliográfico de todos los tiempos, hasta pegar con la historia olvidada de Asurbanipal, un hombre que supo gobernar el imperio de los asirios entre los años 668 y 631 antes de Jesucristo, y que mediante acciones de índole personal organizó una de las bibliotecas y archivos más importantes de la antigüedad mesopotámica, logrando recopilar, transcribir y conservar algunos de los libros capitales que están en la base subterránea de la cosmovisión occidental, entre ellos el antiquísimo poema sumerio “Gilgamesh”, y el libro de la creación “Enuma Eli”, que sirvieron de refuerzo literario a los hebreos del Antiguo Testamento, y a los griegos de la época clásica, tal como lo hemos expresado en reiteradas oportunidades.
La ligereza predominante de algunos representantes de la superficialidad casi absoluta de nuestros días, que rechaza, abierta o tácitamente, la lectura o la relectura directa de los textos clásicos (y de los posclásicos), lo mismo que la generosidad quijotesca de los hombres auténticos, los ensueños de las doncellas impolutas, la excelente poesía y la meditación de los filósofos profundos, medievales, modernos y posmodernos, ha creado, dicha ligereza, un ambiente de aridez intelectual que desconoce lo cercano y lo lejano del “Hombre”, en el curso de la historia escrita.
El rey bibliotecario Asurbanipal, aparte de eficiente estratega militar se pavoneaba como matemático y como literato que sabía descifrar los textos antiguos escritos en lengua sumeria y acádica, redactados más de mil setecientos años antes de que él existiera, para lo cual el emperador organizó y clasificó una biblioteca en su propio palacio con todo tipo de documentos (de diversas culturas y edades históricas), grabados en pequeñas tabletas de arcilla cocida y en otros materiales “escritorios”. En los colofones de aquellos libros el rey bibliotecario amenazaba con maldiciones extremas a quienes se atrevieran a robar o destruir la memoria escrita de los asirios y de las civilizaciones mesopotámicas en general. Un celo bibliotecológico de aquella estirpe, ha venido perdiendo respetabilidad en el mundo de los libros, hemerotecas y archivos. (El hondureño Rafael Heliodoro Valle se escandalizaría si contemplara el desprecio que hoy se prodiga contra los libros, las bibliotecas y las lecturas reales).
Pero bien. La conservación indirecta de la biblioteca más antigua del mundo localizada en el subsuelo de la ciudad de Ebla y, la del rey Asurbanipal, que fue encontrada en las excavaciones arqueológicas de la ciudad de Nínive, ha permitido que haya llegado hasta nosotros la sabiduría contable, literaria, astronómica y algebraica de los geniales sumerios inventores (a la par de los egipcios) de los primeros signos escriturales del universo civilizado. Por razón de ese tesoro bibliotecológico de Asurbanipal es que los epigrafistas modernos (de los siglos diecinueve y veinte) aceleraron aquellas tareas de desciframiento de la simbología cuneiforme, precursora del “alfabeto” de letras consonantes inventado por los fenicios; reforzado por otras culturas paralelas del Cercano Oriente; y enriquecido con letras vocales por los griegos.
Hoy en día sería inconcebible que un rey, un presidente o un jefe de gobierno, se embarcara en la tarea personal de construir, organizar, enriquecer y vigilar, en gran escala, bibliotecas y archivos heterogéneos. Los empeños actuales se difuminan o diluyen, por regla general, en los intereses pragmáticos excluyentes de aquellos gobernantes y gobernados que se encuentran subsumidos en el árido presentismo. Sin embargo, hubo tiempos memorables (antiguos, medievales y cuasi-modernos) en que algunos emperadores, reyes, príncipes y hombres de Estado se ocupaban, en forma personal, de la conservación de la memoria escrita, civilizada, de mediano y largo plazos. Merecen recordarse, cuando menos, los nombres de Asurbanipal, de los primeros reyes Tolomeos de Alejandría y, del rey conocido como “Alfonso el Sabio”, organizador auspicioso de la “Escuela de Traductores de Toledo”, en donde trabajaban y coexistían, pacíficamente, los pensadores, escritores y traductores judíos, católicos y musulmanes. Una época dorada de uno de los momentos fugaces de la “Baja Edad Media”, inimaginable en estos tiempos de odios insustanciales y epidérmicos.
Por Segisfredo Infante
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