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El año 2010 va a ser, con diferencia, el más trágico de los últimos veinte en número de fallecidos como consecuencia de ataques de perros. Seis personas, entre ellas dos niños, han muerto desde enero en este tipo de sucesos. La última víctima está aún muy reciente. La semana pasada perdía la vida en una finca de Córdoba un hombre de 55 años que fue devorado literalmente por dos rottweiler, una de las siete razas catalogadas como peligrosas por la ley de 2002.
La hija de José Luis Barbero tuvo mejor suerte. Sobrevivió al ataque de un pitbull, propiedad de un vecino, el pasado 11 de septiembre en una urbanización de Las Rozas (Madrid). Las cicatrices de las mordeduras permanecen visibles en su pequeño cuerpo de seis años. Pero lo peor son las secuelas psicológicas que sufre la pequeña desde hace dos meses y medio. «Antes era una niña alegre y ahora es retraída y temerosa. No deja de hablar de aquello, y por las noches tiene pesadillas, no solo con perros, sino también con tiburones, leones y todo tipo de animales que le atacan… el daño que le han hecho es irreparable», describe su padre, que acompaña a la pequeña todas las semanas a la consulta con el psicólogo.
Ante la presión de los padres de la víctima y de sus vecinos, el Ayuntamiento de Las Rozas se vio obligado a recluir al pitbull en una perrera, donde aún permanece por orden de un magistrado a la espera de que se celebre el juicio. Sin embargo, durante más de una semana, el dueño del perro lo siguió paseando e, incluso, llegó a proponer sacarlo a la calle en horario nocturno.
A 450 kilómetros de distancia, una familia alicantina vivió una historia casi calcada. Ocurrió hace seis meses y, desde entonces, José Pérez Rocamora tiene pesadillas en las que revive el brutal ataque que sus dos hijas, de seis y dos años, sufrieron por parte de dos rottweiler en las calles de Alicante. La mayor permaneció 15 días hospitalizada: los médicos le dieron 50 puntos en la cabeza y tuvieron que reconstruirle la parte posterior del cráneo, desgarrado por los mordiscos de uno de los animales.
Como otras tardes, José había acudido con sus hijas a recoger a su mujer en el cuartel de Rabasa, donde ella trabaja como militar. «Tras bajar del coche, apenas habíamos dado tres pasos cuando aparecieron corriendo hacia nosotros los perros, que estaban sueltos en la calle», relata José. «El macho se abalanzó sobre la pequeña, solo me dio tiempo de lanzarme a por ella y conseguí arrebatársela de la boca antes de que la mordiera». Al perder su presa, el animal se echó encima de la muchacha de seis años.
En tratamiento psicológico
En menos de un minuto le asestó tres mordiscos en la cabeza: «Tuve que darle puñetazos para que la soltara —señala el padre de la pequeña—, y finalmente, de una patada, conseguí que abriera la boca cuando ya se la llevaba arrastrando hacia su territorio, como si fuera un trapo». Con el corazón en un puño, José logró refugiarse en el interior del coche junto a las niñas, que lloraban aterradas. «Mis hijas sobrevieron de milagro y hemos necesitado ayuda psicológica los tres; aún estamos en tratamiento para superarlo», explica.
«¿Por qué nos tenemos que exponer a este tipo de situaciones?», se pregunta a su vez José Luis Barbero. «¿Por el capricho de un señor de tener un perro de una determinada raza tenemos que pasar por todo esto? Lo que habría que hacer es reformar la ley para que determinadas razas estén en manos de las personas adecuadas», afirma este padre coraje, que intentó en vano movilizar a otros afectados o, al menos, abrir un debate público para una ley, la actual, que considera «absurda».
Barbero no es el único que se muestra contrario a la legislación actual. La Asociación Nacional de Amigos de los Animales ve insuficiente una normativa que fue concebida para evitar que las ocho razas en principio más peligrosas cayeran en manos de personas socialmente marginadas o que se dedicaran a adiestrarlas para ataque y defensa. «Nos hemos dado cuenta —señala Alberto Díez, portavoz de dicha asociación— de que estos animales no crean problemas con este tipo de gente porque hay una ley que los tiene controlados, pero surgen problemas en el resto de las familias debido a que la ley dejó al margen la forma de asegurarse de que los perros sean introducidos en un hogar apropiado para ellos».
Una ley inservible
Todas las partes afectadas —víctimas, defensores de estas razas y veterinarios— coinciden en que la ley de 2002 no ha servido para solucionar, ni siquiera para atajar el problema. Consideran que «se criminaliza» a ocho razas, cuando en realidad muchos otros perros, especialmente los cruces, son también potencialmente peligrosos. De hecho, solo la mitad de la treintena de fallecidos desde 1990 fueron atacados por animales de las razas para las que es necesario obtener una licencia. En cualquier caso, los requisitos que pide la administración son mínimos: ser mayor de edad, no tener antecedentes penales, pasar un test psicotécnico y abonar un seguro de responsabilidad civil de 150.000 euros.
«No hay perros peligrosos, sino dueños peligrosos. Estos perros potencialmente peligrosos (PPP) pueden convertirse en perros potencialmente cariñosos, o PPC, como yo les digo». Habla a pie de campo —más concretamente a pie de perrera— Loreto Corral Pedregosa, voluntaria en el Refugio Municipal de Bando, en Compostela. Lleva cinco años reeducando a ejemplares de estas razas y considera fundamental «ser muy cauteloso cuando alguien quiere adoptar un PPP. Debemos ser un poco psicólogos para valorar el animal que entregas en adopción y el tipo de persona al que va dirigido. Si te equivocas —afirma Corral— puede acabar con fatales consecuencias». Y no solo para las personas, también para el propio animal: problemas con el gato o que sea demasiado fuerte para una persona mayor. «En estos casos, el perro acaba muerto, mutilado o abandonado».