Hacia el Machu Picchu a bordo del Orient Express
Sergi Reboredo
13 Abril 2011
Cien años después de que Hiran Bingham descubriese el Machu Pichu, sus paisajes sobrecogedores a más de 4.000 m de altitud, las ciudades incas cubiertas de vegetación o las islas flotantes sobre el lago Titicaca conforman todavía el destino soñado por miles de viajeros de todo el mundo. Más todavía si se le añade el toque de elegancia y romanticismo de los míticos trenes Orient Express.
Cuzco, el ombligo del mundo
Ya lo decía Javier Reverte en uno de sus libros: “Desde hace una semana soy de nuevo ese pájaro libre sin identidad precisa que es cualquier viajero, alguien que se asombra ante todo cuanto acontece a su alrededor”. Estas palabras describen con exactitud las sensaciones del viajero al llegar a Cuzco. Sus calles empedradas transportan varios siglos atrás, cuando Manco Cápac fundó la ciudad que sería la capital sagrada de los incas, el Dorado de los conquistadores y un gran centro barroco. Hoy, para la mayoría no es más que una parada en el camino que conduce a Machu Picchu. Sin embargo, para los incas, Cuzco siempre fue el ombligo del mundo, un lugar de culto y peregrinación, el centro del universo que una vez fue capaz de organizar a más de 100 pueblos diferentes, levantando construcciones que todavía asombran por su elegancia y perfección.
Cerca de la ciudad se encuentra el valle del río Urubamba, conocido como Valle Sagrado, y las ciudadelas incas de Pisac y Ollantaytambo. El mejor día para visitar Pisac es el domingo, cuando se celebra en sus calles el mercado más colorista del país. Dividido en dos partes, en una se vende toda clase de frutas, verduras y productos del campo, y en la otra, artesanía regional: tapices, ropas e instrumentos musicales que compiten en vistosidad con los trajes tradicionales de los habitantes de las montañas que bajan a comerciar, tal y como lo hacían sus antepasados.
Igual de intemporales son las minas de sal preincas de Maras. De un pequeño riachuelo mana lentamente el agua necesaria para inundar las terrazas de la ladera de la montaña. En poco tiempo el agua se evapora y deja un rastro de sal que después se dará al ganado para compensar su dieta pobre en minerales. No muy lejos se encuentra Moray, conocida por sus bancales en terrazas que, según dicen, los incas usaron como laboratorio para experimentar las condiciones óptimas de cultivo.
A bordo del Orient Express
La estación de Poroy se encuentra en las afueras de Cuzco, y es el punto de partida del mítico tren de las películas europeas de espías: el Orient Express.
Un grupo de bailarines que danzan al ritmo de sonidos melódicos y una copa de champany de bienvenida despiden en el anden a los pasajeros que parten hacia la ciudad perdida de Machu Picchu. El tren lleva el nombre de Hiram Bingham en un sentido homenaje al que fue descubridor científico del secreto inca mejor guardado. Justamente este año, el 23 de julio, se cumplen 100 años de ese momento histórico.
Dejamos atrás la estación a las 9 h de la mañana con puntualidad suiza. El color dorado de los campos de maíz va cambiando hacia el verde de las montañas conforme se avanza en el camino. En el interior del tren todo está cuidado hasta el más mínimo detalle, incluido el apetitoso brunch de 3 platos.
Al cabo de un rato vemos el sendero que conduce hacia el Camino del Inca, entrada a la ciudad perdida, por el que transitan los excursionistas que han decidido realizar el trayecto a pie. A las 12:30 h el tren llega a la estación de Aguas Calientes, final del recorrido. Ahora es cuando comienza la verdadera aventura.
Machu Picchu, ciudad perdida de los incas
Tras un corto viaje en autobús, accedemos a las entrañas del corazón de los incas. Machu Picchu, que signi- fica “Montaña Vieja”, luce imponente en medio de un grupo de verdes elevaciones situadas al sur del Perú, a 2.400 m sobre el mar, en una zona semitropical de elevada temperatura.
Existen muchas teorías sobre Machu Picchu, pero su significado sigue siendo un enigma y los saqueadores, los primeros exploradores y el tiempo han acabado por borrar las evidencias de lo que pasó. Aun así, los restos hallados de las 200-500 personas que se cree que lo habitaron indican un porcentaje elevado de afectados por la sífilis —enfermedad que según todos los indicios, ya existía antes de que los españoles llegaran— por lo que podría ser que una epidemia acabase con ellos.
Los viajeros pueden visitar todavía algunas de las edi- ficaciones que pudieron ser habitadas por los miembros de la realeza y otras, de paredes menos gruesas y ornamentadas, donde habitaban las clases plebeyas.
De todas las construcciones del complejo, llama especialmente la atención el Templo del Sol, que tiene la peculiaridad de que dos de sus ventanas están orientadas a puntos diferentes del horizonte coincidentes con los primeros rayos de sol que entran de manera directa el día del solsticio de invierno y el del solsticio de verano, es decir, el día mas largo y más corto del año.
Los guías locales explican que el primero en llegar al Machu Picchu fue el cuzqueño Agustín Lizárraga, el 14 de julio de 1902. El explorador estadounidense, Binghan, lo hizo 9 años después, el 24 de julio de 1911, guiado por un niño campesino durante una expedición financiada por la Nacional Geographic Society y la Universidad de Yale. Pero el sabía, y así lo plasmó en su diario, que el verdadero descubridor había sido una persona que vivía en el cercano pueblo de San Miguel, Agustín Lizárraga. En cualquier caso, la Universidad de Yale se llevo a Estados Unidos 46.332 piezas halladas por el explorador americano. Según parece, después de arduas negociaciones, comenzarán a ser retornadas a Cuzco este mismo año.
Andean Explorer, viaje romántico al Titicaca
A las 8 h ya está todo listo en la estación de Huanchac para que el tren deje atrás Cuzco, rumbo a Juliaca, puerta de acceso al lago Titicaca. A través de las ventanillas empañadas por la escarcha vemos cómo se evapora la lluvia caída la noche anterior sobre los adoquines.
El jefe de la estación hace sonar su silbato y mueve una bandera de un granate descolorido. El tren comienza a deslizarse suavemente por las vías. Durante la primera parte del trayecto, las vías férreas discurren paralelas al río Huatany y los campos verdes se suceden, salpicados de bosques de sauces y arboledas de eucaliptos. Es sábado y algunos feligreses se aglutinan en las iglesias levantadas casi a pie de vía, mientras otros se acercan al mercado de madera.
Algunos pasajeros se instalan en el último vagón que funciona como mirador acristalado y tiene la parte posterior descubierta. Allí mismo el camarero del bar prepara pisco sour en la coctelera, la bebida típica del Peru que combina pisco, limón, jarabe de goma, clara de huevo, hielo y un par de gotas de amargo de angostura.
Antes de llegar al lago Muina, el tren gira a la izquierda cruzando el valle para llegar a Rumicolca donde una gran puerta de piedra permitía a los incas controlar a todo aquel que venía desde el este. También pasa junto a la iglesia de Andahuaylillas, una de las joyas de la corona del Cuzco colonial, que cuenta con una magnífica serie de pinturas murales de temas religiosos. El paisaje que desfila por las ventanas dibuja campos de trigo que confieren una atmósfera dorada de sabor idílico y evocador. Una de las tareas principales de la gente que vive en estos parajes es la de cultivar el campo, o como ellos lo llaman, la chacra. Hasta la mitad del siglo pasado la isla estaba divida en haciendas dominadas por terratenientes que fueron expulsados. Hoy, en esas tierras se cultivan patatas, cebadas y el cereal de los incas, la quinoa.
Al llegar a las suaves llanuras andinas vemos vicuñas y alpacas pastando, y las laderas de las montañas en las que se apelotonaban las casas de madera y hojalata cerca de Cuzco se transforman en agrestes montículos en los que apenas crece la vegetación.
Llegamos a Juliaca con los últimos rayos de luz. El sol que ha calentado el ambiente durante todo el día deja paso a una brisa suave y gélida que nos recuerda que superamos los 3.800 m de altitud. Un coche nos espera en la estación para llevarnos hasta Llachón, el encantador pueblo de la península de Capachica que será nuestro centro de operaciones. Estamos en el altiplano peruano, con sus pequeñas islas flotantes realizadas con cañas de totora sobre el lago Titicaca, en las que viven los uros. Y nos espera el valle del Colca sobre el que vuela majestuosamente el cóndor andino. Todo un mundo por explorar…
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