Paria, y por tanto europeo
23 diciembre 2010 PRESSEUROP
Era preciso que el escritor holandés Arnon Grunberg se instalara en Nueva York para que empezara a sentirse europeo pues, entre los suyos, la identidad familiar a menudo se había construido en base al exilio y el desarraigo. Una historia que, en la actualidad, puede ser la de cualquiera de nosotros.
Llevaba alrededor de dos años en Nueva York cuando un hombre se dirigió a mí llamándome “basura europea” en un bar del centro de Manhattan. Conocía eso de “basura blanca”, pero ese término evocaba en mí asociaciones de ideas que no cubrían el sentido completo de esta noción: “basura blanca” me llevaba a pensar en los hombres de negocios y los jóvenes y bulliciosos banqueros que, en público, se comportan de forma desagradable. “Basura europea” era, para mí, todo un descubrimiento. Debería haber leído más a Bret Easton Ellis.
Snob, altivo y sin haber encontrado mi sitio en ninguno de los dos lados del océano, así es como me veía aquel americano medio piripi. No necesitaba un diccionario para entenderlo. Tal vez esperaba que le partiera la cara, algo que, por otro lado, se me antojaba razonable. Pero ya en la escuela me había percatado de que ningún insulto valía un par de dientes. Por lo general, la mejor solución consiste en esbozar una sonrisa amistosa. De modo que eso es lo que hice.
Me resulta difícil pensar en Europa sin que me venga a la cabeza este incidente. Podemos elegir convertirnos en americanos. La “hyphenated identity” (identidad con guión) ofrece numerosas posibilidades. Se puede ser coreano-americano, ítalo-americano o escocés-americano. Para convertirme en europeo he tenido que venir a vivir a Nueva York.
Mis padres, nacidos en 1912 y 1927 en Berlín, eran (y son) —si es que se les podía poner una etiqueta—, seguramente europeos, además de judíos. Y no por idealismo, si no muy a su pesar. En 1939, mi madre trató de llegar a Cuba con sus padres, pero la isla ya no acogía más refugiados judíos de Alemania. América había cerrado sus fronteras. Así fue como mi madre y su familia llegaron a los Países Bajos. Una guerra y varios campos de concentración más tarde, mi madre volvió a los Países Bajos, esta vez sin sus padres. Trató de vivir un tiempo en París, donde trabajó como au pair, en Buenos Aires, donde tenía algunos familiares, y en Israel, donde se ganó la vida como camarera, para acabar volviendo a Ámsterdam sin terminar de sentirse en casa. Ella era, de alguna manera, naturalmente alemana, pero nunca volvió a plantearse volver a Berlín. Era demasiado orgullosa para eso. Europea en última instancia, aunque ella jamás se hubiera autodenominado de ese modo.
La historia de mi padre no difiere demasiado. Sobrevivió a la guerra ocultándose en diferentes escondrijos a lo largo de los Países Bajos, y aunque se jactaba de hablar neerlandés mejor que la mayoría de los holandeses, no creo que se sintiera holandés. Los últimos años de su vida se dedicó a pasear, por razones que no alcanzo a entender, con un manual de inglés en el bolsillo de su chaquetón negro de cuero.
Es cierto que había nacido en Berlín, pero sus padres eran originarios de Lemberg (el actual Lviv) y el primer pasaporte que tuvo se lo expidió el Imperio Austrohúngaro. Para él es igual: a falta de un gentilicio que le vaya mejor, europeo. A diferencia de mi madre, él sí pronunciaba esa palabra y, además, lo hacía con cierto orgullo. Un día le pregunté: “¿Por qué no te vas a Israel?”, a lo que me respondió: “Porque soy europeo”. A decir verdad, en los 70, en Ámsterdam, resultaba difícil proclamar que uno era originario del Imperio Austrohúngaro.
Hoy en día, Europa es algo ligeramente sospechoso, una enfermedad, quizás un museo, con toda probabilidad, un fracaso. Quien presume de ser europeo proclama, de hecho, algo muy diferente, el ser cosmopolita, sin domicilio, un traidor a su patria; esto es, un paria. Un escritor amigo mío que, al igual que yo se vino a vivir a los Estados Unidos, dijo: “Resulta más sencillo amar América si no se vive en ella.”
Hay mucho de cierto en esa afirmación. Y aunque adoro América, al menos Nueva York, —sin olvidar, no obstante, que se negó a acoger a mis abuelos y a mi madre— no creo haber venido a Nueva York para convertirme en americano. Es el destino el que me ha traído hasta aquí, y aunque hubiera querido convertirme en americano, es el lugar donde más he sido y sigo siendo europeo. Un pasaporte americano no cambiaría nada.
En uno de sus ensayos, Hannah Arendt declaró que el judío podía ser un paria consciente. Podía, por así decirlo, adoptar el estatus de paria del que, por otra parte, no podía librarse. Sin pretender dotar al paria de carácter literario ni llamar a los europeos “nuevos judíos”, lo cierto es que este es el estatus más atractivo, incluso para los no judíos: el de “paria consciente”.
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