ARTE
Pintores... y también jardineros
El Museo Thyssen y la Fundación Caja Madrid nos proponen un sugerente paseo por los jardines en la pintura del siglo XIX a comienzos del XX
Día 13/11/2010 - 05.57h
Federico García Lorca comparaba los jardines con «un cúmulo de almas, silencios y colores, un sagrario de pasiones». Muchas almas, silencios, colores y pasiones hay plantados en cada rincón de la nueva exposición del Museo Thyssen, organizada conjuntamente con la Fundación Caja Madrid. Ambas sedes nos ofrecen, a partir del lunes, un paseo por los mejores jardines impresionistas, que es lo mismo que decir por los mejores jardines de la Historia del Arte. Para ello se ha contado con la colaboración de la National Gallery de Edimburgo y con una de las mayores especialistas en la materia, Clare Willsdon, autora del libro «In the Garden of Impressionism» y comisaria de la exposición junto a Michael Clark y Guillermo Solana.
THEODORE ROBINSON
La pintura de jardines no nace, ni mucho menos, con el impresionismo. Rubens ya usaba su jardín para pintar figuras. Las Escuelas de Barbizon y Lyon, artistas como Corot y Delacroix, se habían ocupado de ello con profusión. Pero resulta lógico que un arte como el impresionismo, basado en las sensaciones, se sintiera atraído por las flores, sus olores y colores, los sonidos de los pájaros... A estos artistas, interesados en la impresión fugaz, les debieron fascinar desde un primer momento los cambios que las estaciones y la meteorología ejercían sobre los jardines. Le iban como un guante a esos pintores que amaban la luz y el color. Nace con ellos «el jardín del artista»: el pintor lo cultiva y lo pinta al mismo tiempo. Además, en la década de 1890 hay un «boom» en Francia: se crean los primeros parques reales, llegan nuevas plantas y flores de otros continentes... Con la subida al poder de Napoleón III, se pone en marcha un ambicioso proyecto de renovación urbanística de París, liderado por Haussmann.
El Edén acuático de Monet
Si los pintores románticos amaban las cumbres montañosas y las tierras exóticas, los impresionistas se sentían atraídos por lo cotidiano. Pero, como podemos comprobar a lo largo de toda la exposición —a través de 130 obras, con préstamos de importantes museos y colecciones—, la pintura impresionista de jardines adquiere formas muy variadas. La exposición arranca en el Museo Thyssen con los precursores y con el florero como jardín interior (hay ejemplos de Bazille, Delacroix...) y concluye en la Fundación Caja Madrid con una selección de jardines españoles (Pla, Meifrén, Regoyos, Sorolla) y los jardines en las primeras vanguardias (Munch, Ernst, Nolde).
Mallarmé, amigo de Monet y Renoir, escribía en 1873 que era deber del poeta evocar los jardines ideales. Debió tomar buena nota de ello Monet, pues fue tal su pasión por los jardines que llegó a considerar el suyo de Giverny como su mejor obra de arte. En este Edén acuático había sinuosos senderos, sauces llorones, un puente japonés, rosas trepadoras, peonías, lirios, orquídeas, nenúfares... Como esos que regaló a Francia para celebrar la victoria en la II Guerra Mundial y hoy cuelgan en L'Orangerie. El escritor Octave Mirbeau describe en 1891 el jardín de Monet y retrata así al pintor: «En mangas de camisa, las manos negras de tierra, el rostro tostado por el sol, feliz de cultivar semillas en su jardín siempre deslumbrante de flores». Añade Mirbeau que Monet pintaba en este jardín «cuadros embriagadores que pueden inhalarse y olerse». Pero antes que Giverny, Monet tuvo otros célebres jardines: Argenteuil (donde recibe a sus amigos y donde Renoir lo retrata pintando dalias en 1873), Vétheuil... Compartía afición con otro pintor, Caillebotte, que pintaba su jardín de Petit-Gennevilliers, donde cultivaba crisantemos. Se conserva correspondencia entre ambos, en la que se intercambian consejos de jardinería. Incluso se envían plantas y acuden juntos a exposiciones hortícolas. «Tal vez le deba a las flores el haber sido pintor», escribía Monet.
Renoir tenía un jardín silvestre en su estudio de Montmartre. Berthe Morisot pintaba a su hija Julie jugando entre las malvarrosas en el jardín de su casa de Bougival. Cézanne retrató a su jardinero sentado bajo un tilo en la terraza de su estudio en la Provenza. Pissarro fue el pintor impresionista que más se dedicó al tema de los jardines productivos. Mantuvo su huerto de Éragny hasta su muerte. «¡Cuántos motivos hermosos he encontrado en el jardín!», escribió. Daubigny retrató los dorados campos de Auvers, como Van Gogh, que también pintó el jardín del manicomio en Saint-Rémy donde estuvo ingresado. Plasma en sus lienzos árboles por los que se cuela la luz, como «Sotobosque», presente en la muestra. Klimt deja a un lado sus mujeres doradas y crea composiciones donde las flores se desbordan por todo el lienzo, como si quisieran escapar de él. Sorolla inmortalizó los jardines reales de Madrid y San Ildefonso, pero, como Monet, diseñó su propio jardín, en su casa de Madrid, lugar de inspiración y retiro. Gauguin pintó el parque del Palacio de Frederiksberg en Copenhague antes de viajar a su particular paraíso en Tahití. Incluso Malevich comenzó su carrera haciendo vistas de jardines antes de su huida definitiva a la abstracción. Todos tenemos un pasado...
Decía George Sand que los jardines son una proyección de la fantasía. Y el escritor Edmond de Goncourt hace un precioso relato de su jardín en Auteil: «El jardín te coge, te retiene, te guarda». Estos jardines literarios pueden extrapolarse a los jardines pictóricos de los impresionistas: tienen fuertes significados personales, en cierta manera evocan el Edén perdido. Son, además de espacios para el goce y disfrute, lugares para la nostalgia y la ensoñación.
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