Hace unos días tuve ocasión de ver nuevamente Fahrenheit 451, la película de François Truffaut.  La historia, original de Ray Bradbury,  nos sitúa en una distopía totalitaria que destruye los libros y persigue a quienes los poseen y los leen.  Para el sistema, el libro  y por tanto  el conocimiento,  no hace felices a las personas, sino que  al contrario, la lectura expone al hombre a la duda,  y por ello a la frustración.  En cualquier caso, el libro es un elemento subversivo que se destruye mediante el fuego, como en los antiguos autos de fe pintados por Berruguete, pero claro, de una manera altamente  tecnológica: con lanzallamas de queroseno.  He de decir que en la terrible imagen  de ver arder los libros, tuvo cierto encanto  ese guiño al estilo Hitchcock , al ver quemarse un numero de Cahiers du cinéma, entre los volúmenes. 

La idea de la inutilidad del libro y del conocimiento es muy antigua. El Capítulo 12:12 del Eclesiastés indica que  “No hay fin de hacer muchos libros; y el mucho estudio es fatiga de la carne”.  Y esto lo recuerda una nota al margen  del incunable Stultifera navis, una obra satírica contra los vicios humanos, escrita por Sebastian Brant en 1494.   De entre los diversos tipos de necios o locos que refiere, el numero XI describe aquel que aunque atesora los libros, los venera y los defiende de las moscas,  no los lee porque en realidad no indican la doctrina verdadera… Los libros son inútiles.

Sin embargo, el amor a los libros ha estado siempre presente en la historia y ha llegado a conformar un arquetipo de persona amante de los libros, que también ha evolucionado durante todos estos siglos.  Parece razonable que la bibliofilia, afición o amor a los libros, sea  tan antigua como el mismo libro, cualquiera que fuera su formato.  La escritura y la lectura fueron durante muchos siglos actividades exclusivas de un pequeño grupo de personas, de unas clases sociales en el mejor de los casos, que vieron en el libro un objeto valioso, tanto por lo que contenía su escritura como por su propia factura.  Hay varios términos que designan  a las  personas interesadas por los libros y enumerar  alguno de ellos  es de lo que trata esta entrada.


La pasión por la escritura y la literatura es lo que define al letraherido y por extensión, la pasión por el libro que las alberga.  Parece  difícil distinguir entre ambos, continente y contenido, pero la rareza y el valor del libro como objeto, cuando éstos eran escasos y de difícil adquisición, hicieron que de alguna manera todos los hombres de letras fueran bibliófilos, es decir, apasionados por el objeto en sí mismo, además de su contenido. Sin embargo, en los  conceptos bibliofilia y bibliófilo  están implicados diversos aspectos del libro, que han ido apreciándose en el transcurrir del tiempo,  como son el contenido, su perfección como objeto, su rareza, su antigüedad,  incluso su valor como inversión económica,  si se trata de estos últimos años.

En realidad, el término bibliófilo comenzó a emplearse entrado el primer renacimiento de los estudios clásicos de la Edad Media. Hasta entonces el término que definía a los amantes de los libros era filobiblos, recogido por  Ricardo de Bury en el título de su tratado “Philobiblion, Muy hermoso tratado sobre el amor a los libros”, escrito en 1344  y editado por vez primera en  1373.    La influencia de este tratado extenderá el uso del término hasta el siglo XVIII y será a principios del siglo XIX cuando las voces  bibliófilo y bibliofilia se universalicen en oposición a bibliómano y bibliomanía, voz también  empleada desde el siglo XVI.

La principal diferencia entre ambos términos radica en que mientras  el bibliómano hace acopio de libros, bien  sea por su rareza, valor crematístico o por ser de un tema concreto, no tanto por instruirse  como por el hecho de tenerlos, el bibliófilo los ama como objetos de escritura y  como documentos. Es por eso que para un  bibliófilo, por ejemplo,  sea necesario que los libros  se encuentren  en determinadas condiciones, entre ellas las de estar completos: “Todo buen amante de los libros, después de haber cotejado un códice, si lo encuentra incompleto, no hace sino devolverlo al librero” escribe Umberto Eco.

Otros aspectos muy valorados por el bibliófilo son la calidad en la factura del libro: el papel, los tipos, la impresión, los márgenes, la encuadernación, las ilustraciones… La bibliofilia racional basaría la perfección del libro en el conjunto material, su belleza en el aspecto exterior y su verdad en el conjunto de ideas que expone.  A los bibliófilos se les debe, por ejemplo,  el mismo arte de su restauración, la bibliatría.

La Real Academia de la Lengua contempla igualmente los términos bibliógrafo o persona versada en libros, en especial antiguos,  dedicada a localizarlos, historiar sus vicisitudes y describirlos, con el fin de facilitar su estudio a los interesados. Bibliólogo o persona encargada del estudio general del libro en su aspecto histórico y técnico.   O bibliopola que es el librero, el vendedor de libros.

Otras voces relacionadas con la bibliofilia pero que no son contempladas por el DRAE son por ejemplo, bibliofilógrafo, neologismo útil para designar al bibliófilo que publica la descripción de sus propios ejemplares. Bibliocimeliófilo el  coleccionista que practica  el perfeccionismo y solo quiere ejemplares excepcionales por su rareza y perfección.También el aristobibliófilo  -uno de mis favoritos-  término peyorativo que refiere a la persona adinerada que practica la bibliofilia y del que conozco algún caso.   O,  por último, el biblioclasta, aquel que por interés destruye los libros para venderlos por partes, una terrible práctica comercial...

Parece que el  mundo real  de la bibliófila gira en  torno al comercio de  volúmenes raros y antiguos y que sólo  tenemos  ocasión de admirar los libros que nunca tendremos  en nuestra  biblioteca en  una exposición, un  escaparate de librería especializada o aquí en internet, sin acceso a su tacto o su olor…  Es posible que sea así, pero a mí me gusta pensar el término bibliófilo en su sentido más literal, reuniendo así  a todos aquellos, entre los que me encuentro, que aman los libros bellos y buenos, porque en ellos se encuentra saber, consuelo y  emoción, tanto por lo que dicen sus textos como  por lo que,  como objeto en nuestras manos,  nos pueden transmitir.