Asumiendo que la elección opera sobre un ramillete previo de candidatos a quienes se les supone la calidad, resulta evidente la importancia de las estrategias publicitarias y de compensación (entre países, áreas culturales, géneros literarios...), la ponderación de la representatividad de unas y otras lenguas, la impertinencia de que haya dos galardonados de una misma lengua minoritaria en años contiguos o muy próximos, el escrúpulo ante la posible interferencia de la política en las valoraciones literarias, etcétera. Desde la publicación en 2008 de Juan Ramón Jiménez, 1956 (Crónica de un Premio Nobel) , de Alfonso Alegre Heitzmann, sabemos del alcance de ciertos factores solo aledaños a la literatura; también de que los autores cuenten con traducciones a las grandes lenguas de cultura, y desde luego al sueco. Esta circunstancia solo deja de valer cuando el autor es sueco, como ha sucedido en 2011 con Tomas Tranströmer (Estocolmo, 1931), cuestión que si, por un lado, despierta suspicacias explicables, dada la abundancia de premiados suecos respecto a los de otras lenguas con más hablantes, por otro permite suponer que el juicio de los académicos está fundado en una calidad literaria comprobada personalmente, y no solo en una reputación internacional que no siempre obedece a razones estéticas. Y no entraremos aquí en el hecho de que el Nobel haya ido a parar a un poeta, algo en sí mismo infrecuente, dada la asimetría cultural entre la poesía y otros géneros.
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Un rasgo evidente de Tranströmer es la objetivación de las vivencias del pasado. En tal sentido, una parte de su obra es de matriz memorialista y evocatoria. Por lo demás, su discurso textual se concreta en unos poemas tensos, con una imaginería tupida aunque sin concesiones a la exuberancia, al verbalismo o al lenguaje autorreferencial |
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Si en el caso de cualquier escritor la traducción es importante, en el de un poeta lo es de manera fundamental, al ser la lírica el género más dependiente de la traducción, o, si se quiere, el más difícil de verter a otra lengua; y hasta hay quien afirma tajantemente que la poesía es intraducible. Dejando a un lado aseveraciones estupendas, lo cierto es que muchos elementos que constituyen la poesía son privativos de la lengua en que se escribe: ni los acentos fónicos, ni las cantidades silábicas, ni las rimas, ni las cláusulas rítmicas..., tienen equivalencia en un idioma distinto al original. Afortunadamente, otros elementos sí pueden mantenerse mediante algún tipo de correlación. En lo que concierne a las traducciones de su obra, con Tranströmer se ha cumplido con creces uno de los requisitos apuntados atrás: antes de la concesión del Nobel, su poesía podía leerse en medio centenar largo de lenguas, a algunas de las cuales ha sido vertida por notables poetas. En el caso del español, ha contado desde hace tres décadas con la colaboración de Roberto Mascaró, su traductor y amigo (circunstancia no baladí, pues permite al traductor recurrir al autor ante cualquier duda). En sentido contrario, Tranströmer ha filtrado en su propia traducción a diversos poetas, que lo habrán influido sin duda, por más que solo haya reconocido su deuda con Horacio y otros clásicos, quienes han permeado hasta tal punto la cultura occidental que reconocer su influjo es tanto como pronunciar humo.
No mucho más sólidas que el humo parecen las razones aducidas por la Academia sueca para explicar por qué ha considerado digno del Nobel a Tomas Tranströmer, quien ―afirma― “a través de sus imágenes condensadas y traslúcidas nos ha dado un acceso fresco a la realidad”. Y no se dice esto en detrimento de los académicos, sino en reconocimiento de la dificultad intrínseca de definir a un poeta de un brochazo.
¿Dónde pondríamos nosotros el acento a la hora de ponderar la poesía del premiado? No, desde luego, en circunstancias accesorias, como su profesión de psicólogo en correccionales juveniles, a lo que se atribuye poderosos efectos, según hemos leído. Y eso que algunas de estas circunstancias tienen indudable atractivo, pues enlazan con el carácter profético del vate inspirado, en la estela oracular del romanticismo afinada por el simbolismo, tradición a la que, finalmente, pertenece Tranströmer. Bastará con un ejemplo. Hace dos décadas largas, el poeta sufrió un ictus cerebral que le ha impedido casi del todo el habla y le mantiene paralizada la mitad derecha de su cuerpo, y cuya incidencia en su escritura se refleja en Góndola fúnebre (1996). Pues bien, muchos años atrás, en 1974, había publicado Bálticos, un poema-libro que escarba en la genealogía familiar, donde parece anunciar con sorprendente precisión la afasia y la parálisis que padecería: “Entonces llega el derrame cerebral: parálisis en el lado derecho / con afasia, solo comprende frases cortas, dice palabras / inadecuadas”. Alimentar esta entonación profética permite conectar su obra a su biografía, en una suerte de compacta unidad indivisible. No obstante lo anterior, lo que consideramos aquí es esa obra exenta, sin la que profesión, biografía o avatares existenciales morirían en sí mismos, desvinculados de toda finalidad artística.
El bautismo literario de Tranströmer tuvo lugar en 1954 con 17 poemas, iniciando así medio siglo de escritura que lo ha colocado en la tradición de los grandes poetas nórdicos. Tras asentarse como integrante distinguido de su generación histórica con títulos como Secretos en el camino (1958) o El cielo a medio hacer (1962), pronto se alzó como una voz discernible dentro de ella, por su orientación escrutadora y contemplativa, frente a la poesía explícitamente engagée que prevalecía en la Europa de los sesenta, o frente a la que reproducía mecánicamente los procedimientos del pop art. Esa misma singularidad puede derivar en aislamiento y constituirse en óbice para crear escuela, como si la personalidad muy pronunciada de un poeta calcinara lo que hay alrededor y dificultara su irradiación a los discípulos. Siendo ello así, hay algo, empero, que caracteriza a Tranströmer, como en general a los grandes poetas: su capacidad para ser leído al margen de su cauce lingüístico y de su contexto cultural inmediato, siempre que, como aquí sucede, a la especificidad de su propia poesía se sume la dignidad de las traducciones que la hacen accesible a lectores de otras lenguas.
Un rasgo evidente de Tranströmer es la objetivación de las vivencias del pasado, en especial las de su infancia y adolescencia. En tal sentido, una parte de su obra es de matriz memorialista y evocatoria. Por lo demás, su discurso textual se concreta en unos poemas tensos, con una imaginería tupida aunque sin concesiones a la exuberancia, al verbalismo o al lenguaje autorreferencial. Los críticos y traductores han hablado de la importancia de la música en su obra; pero, si no lo entendemos estrictamente como tema, tan notorio en un melómano que, desde su accidente vascular, ejecuta al piano conciertos para la mano izquierda, convendremos en que para suscribir ese juicio haría falta leer al poeta en su lengua original. Al menos en la traducción al español, la poesía de Tranströmer avanza con dificultades, casi a trompicones, como si horadara en el magma de las palabras a la busca de una luz que acaba pronunciándose en destellos sucesivos y no pautados.
Cuando el premio Nobel de literatura recae en un novelista, enseguida suelen hacerse cotejos con narradores de otras lenguas y culturas; cuando, como en 2011, recae en un poeta, la sociedad literaria suele mantener los labios sellados: los lectores de poesía son pocos, y menos aún los que pudieran conocer la obra de un poeta en una lengua minoritaria, como es el caso de Tranströmer. Por suerte, hace años que el posible desconocimiento por parte de los hispanohablantes tiene fácil remedio. En 1992, Francisco J. Uriz y Roberto Mascaró publicaron en Hiperión Para vivos y muertos. Un visión compendiosa de su escritura nos la ofrecen hoy mismo El cielo a medio hacer (Nórdica, 2010) y, recién salido del horno, Deshielo a mediodía (Nórdica, 2011), con traducción de Roberto Mascaró, de cuya mano ha llegado a nuestra lengua este autor que forma ya en la constelación de los grandes.
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