La crítica literaria goza de una venerable antigüedad. Según Philo de Biblos, mitógrafo del siglo segundo de nuestra era, cuando se establecieron las primeras sociedades, el dios Thot les ofreció simultáneamente el arte de la escritura y el de comentar el texto escrito. No sabemos exactamente a cuándo remonta el generoso gesto, pero uno de los documentos griegos más antiguos, un papiro del siglo quinto antes de Cristo, se presenta como la crítica o reseña de un texto órfico. Al menos desde entonces, pocos son los escritos que no han merecido la atención de un crítico: erudito, banal, esclarecedor, disuasivo, ingenuo, arbitrario. Los bibliotecarios de Alejandría ofrecían a sus lectores reseñas de los libros que, en su opinión, eran los mejores. Nacieron así los cánones, las listas anotadas de obras que consideramos clásicas. Gracias a ellas, el lector quedaba de alguna manera a la merced del crítico. En el siglo cuarto de nuestra era, el célebre gramático Aelio Donato quiso devolver al lector la libertad (y la responsabilidad) de juzgar el texto original, sin dejarse intimidar por las reseñas. Ofreciendo una serie de comentarios diversos de un mismo texto clásico, Donato sugirió que el lector debía ensayar estas varias opiniones, y aceptar o rechazarlas tal como un usurero avisado juzga si una moneda es verdadera o falsa. Unos diez siglos después, en pleno Renacimiento, el número de críticas sobre cualquier libro ya era tal que el lector en busca de esclarecimiento o guía sentía que le era casi imposible acceder al original. El gran humanista Battista Guarino observó que, con la invención de la imprenta y la proliferación de publicaciones, la crítica literaria era quizás tarea inútil y que más le valía al crítico ocuparse de escribir obras propias. "La lectura de críticas", opinó Guarino, "puede hasta dañar la mente, ya que le hace perder el gusto de explorar el texto por su cuenta". Más tarde, a principios del siglo diecinueve, Coleridge observaría que "los críticos son personajes que hubiesen elegido ser poetas, historiadores, biógrafos, etcétera, si hubiesen podido serlo; han probado su talento en uno u otro campo y han fallado, y es así como se han vuelto críticos". Quizás esto sea cierto en el caso de los dos críticos que reseñan la biblioteca de Alonso Quijano, y que hablan como poetas y novelistas frustrados. El cura, que admite ser amigo de un cierto Miguel de Cervantes, no deja que la amistad perturbe su juicio crítico y dice, a propósito de La Galatea, que "tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada". Cervantes no fue el único autor que reseñó su propia obra: Walt Whitman, por ejemplo, con enternecedora vanidad, escribió ditirámbicos comentarios anónimos de su Hojas de hierba; fueron los únicos que aparecieron cuando el libro fue publicado. Fuera del campo de la filología y del exhibicionismo ¿existe un rol para el crítico? En el mejor de los casos, el rol de esclarecedor, eso que los franceses llaman passeur, o sea, alguien que ofrece a otros lectores sus propios descubrimientos. Los literatos reunidos en los salones de la Francia prerrevolucionaria, los románticos amigos inquietos por el joven Werther, los exilados de la dictadura de Rosas esperando en la Banda Oriental la derrota del tirano, la familia del tío Vania abrumados de tedio en la aislada dacha, el entusiasta Eça de Queiroz rememorando a Fradique Mendes, todos buscaban con ansiosa curiosidad las reseñas de estos passeurs que aparecían en revistas como Le Moniteur Universel, Die Horen, La semana,Literaturnaya Gazeta, Revolução de Setembro. En estas publicaciones, y en tantas otras que les sucedieron, los lectores descubren a sus futuros amores literarios. Además de arqueólogo, de cartógrafo y de espía, el crítico literario tiene algo de Celestina. Si bien hoy su actividad ya no se ejerce exclusivamente en la página impresa sino sobre todo en revistas electrónicas y en blogs personales, el crítico conserva todavía buena parte de sus antiguas funciones y su prestigio. Es cierto que en la red universal en la cual todos somos (o creemos ser) críticos, es más difícil encontrar una voz respetable y creíble, pero la tarea no es imposible. Quizás sea útil recordar la advertencia de Donato, y responsabilizarnos nuevamente, activamente, por nuestras lecturas, sin confiar a ciegas en las reseñas publicitarias ofrecidas por Amazon y comercios similares. Aun así, la opinión de ciertos críticos ayuda. Cuando Max Brod escribió sobre los primeros textos publicados por Kafka, cuando Ezra Pound destacó el genio de T. S. Eliot en La tierra baldía, cuando Enrique Pezzoni reseñó Otras Inquisiciones de Borges, cuando Ángel Rama insistió sobre la importancia de Cien años de soledad, cuando el bloguero William Irigoyen recomendó la obra novelística de Cees Nooteboom, no sólo estaban dando su opinión sobre estos autores. A través de sus propias lecturas estaban enseñándonos a ser más atentos, más perspicaces, más inteligentes, es decir, a leer mejor.
Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) ha publicado recientementeConversaciones con un amigo (traducción de Pedro B. Rey. Introducción de Claude Rouquet. Páginas de Espuma, 2011. 256 páginas. 14 euros) yBibliotecas (Gobierno de Navarra, 2011. 96 páginas. 8 euros). www.alberto.manguel.com.