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La lectura, otra revolución
Nº 316 | Lecturas | 19/6/12 | 4 comentarios
Reproducimos el texto de la conferencia que la escritora María Teresa Andrueto brindó en el Cabildo de la ciudad de Salta (Argentina) el viernes 8 de junio de 2012, dentro del marco del Programa de Animación a la Lectura “Leer es lo más”, de Editorial Comunicarte. Agradecemos a María Teresa Andruetto su autorización y gentileza por permitirnos la publicación y difusión de este texto en Imaginaria.
La lectura, otra revolución
“Las palabras sacan a las cosas del olvido y las ponen
en el tiempo; sin ellas, desaparecerían.”
Daniel Moyano
en el tiempo; sin ellas, desaparecerían.”
Daniel Moyano
La historia
1.
Durante mucho tiempo se pensó que la primera imprenta del Río de la Plata había sido aquella conocida como Imprenta de los Niños Expósitos, instalada en Buenos Aires por el Virrey Vértiz, en la que se imprimieron los libros previos a la revolución de mayo de 1810. Pero la primera imprenta de estas tierras no se importó de España: creada y manejada por guaraníes reducidos por los jesuitas, nació en la selva y fue armada allí con tipos de fabricación propia y signos fonéticos nuevos, invenciones para escribir una lengua desconocida en el viejo mundo, porque el primer libro que se estampó y también los dos o tres primeros que le siguieron fueron traducciones al guaraní de diccionarios, reflexiones y catecismos realizadas por hombres de esa cultura y por los padres jesuitas. Después de diez años de trabajo, en 1705, en Santa María la Mayor, en la margen occidental del Uruguay, se estampó el primer libro, traducido por el Padre Joseph Serrano quien había pedido a los Reyes autorización para imprimir estas obras pues —cito— “así la imprenta como las muchas láminas para su realce, han sido obra del dedo de Dios, tanto más admirable, cuando los instrumentos son unos pobres indios, nuevos en la fe y sin la dirección de los maestros de Europa, para que conste que todo es favor del cielo, que quiso por medio tan inopinado enseñar a éstos las verdades de la fe”. Ochenta años después de aquel hecho, el Virrey Vértiz fundó en Buenos Aires una imprenta cuyos primeros tipógrafos fueron los huérfanos, hijos de padres desconocidos, arrojados en la cuna de la caridad pública fundada al mismo tiempo que la imprenta destinada a su sostén. En ella se publicaron los primeros periódicos literarios, científicos y sociales y todas las hojas y folletos previos al estallido de la revolución de mayo. De modo que, en el comienzo no estuvo la Imprenta de los Niños Expósitos, aunque nosotros hayamos vivido muchas veces como huérfanos, esperando que los bienes y validaciones llegaran desde otros sitios, alabando lo que nos daban, descalificando lo hecho en casa, agradecidos por la dádiva.
2.
Quisiera extraer de esta circunstancia histórica por lo menos dos cuestiones:
Por una parte el origen americano de esa primera imprenta realizada, según documentos, por unos indios incultos que sin embargo… sentaron la piedra basal de la letra impresa entre nosotros, lo que nos lleva a la oscura, olvidada presencia indígena en la construcción cultural y en la historia de la letra en nuestro país, y coloca a las culturas originarias, también ellas, en el comienzo del libro entre nosotros. El olvido, la invisibilización, el borramiento o la desaparición de nuestros bienes materiales y simbólicos, así como la anulación, destrucción cultural o lisa y llanamente eliminación del Otro, trazan una línea histórica que va desde la conquista española a la conquista del desierto, desde la guerra de reorganización nacional entre civiles y la llamada lucha de la civilización contra la barbarie hasta el golpe de Uriburu, la semana trágica o el 55, desde los golpes de Estado de los años sesenta hasta el Golpe de marzo del 76, desde la desaparición de personas en los setenta hasta la desaparición del Estado y la pauperización social de los noventa, como una recurrencia en el devenir de nuestra sociedad. Así como podríamos ver el grito de independencia y otros gritos como el de Alcorta, la ley Sáenz Peña, el 45, el voto femenino, la lucha de los organismos de derechos humanos, los movimientos indígenas o las ligas campesinas, como algunos de los muchos intentos de visibilizar a ciertos Otros ocultados, pauperizados, desaparecidos, robados, o asesinados.
Por otra parte, quisiera traer el carácter mestizo de aquella creación llevada a cabo por los guaraníes en la vecindad, la dependencia y el intercambio con los jesuitas. El encuentro de lenguas que ello implica y la traducción como puente, construcción, transformación, supervivencia, y como base de una cultura que se resiste a la simplificación folclórica y a lo pintoresco, porque necesita explorar su identidad en la mezcla de textos, de gestos, de visiones del mundo y de lenguas de distintas procedencias como modo de fundarse. Construcción mestiza de nuestra cultura, y en última instancia de toda cultura, salida de la endogamia, como condición necesaria para ser y en consecuencia el rechazo de toda idea purista de raza, de clase, de cosmovisión o de lengua. Esa condición persistente de mestizaje —sostenida pese a todo intento de destrucción— entre diversas zonas, clases, geografías, lenguas, atraviesa también la literatura argentina, cuyos referentes pueden provenir de un poblado jujeño, ser de la aristocracia polaca y devenir desclasados en Buenos Aires, escribir en un francés travestido con los modismos del Río de la Plata o en un español con inflexiones del inglés, imaginar sus relatos en el campo de batalla o escondida tras un nombre de varón en los albores de la patria, ejercer como docentes, periodistas, correctores, telegrafistas, amas de casa o miembros de la clase patricia. La literatura de nuestro país proviene, más quizás que en otros países, de un amplio abanico de diversas procedencias que se vuelve visible hacia los años cincuenta cuando empiezan a circular escritores pertenecientes a los estratos medios, muchos de ellos de las provincias, que no se dedican a tiempo completo a sus escrituras porque deben trabajar de otras cosas para vivir, todo lo cual constituye el corazón mismo de nuestra diversidad literaria, de su riqueza en consecuencia.
3.
“¿Quién soy?”, se pregunta el Castelli de Andrés Rivera, en La revolución es un sueño eterno:
“Yo, que me pregunto quién soy, miro mi mano, esta mano, y la palma que sostiene esta mano, y la letra apretada y aún firme que traza, con la pluma esta mano, en las hojas de un cuaderno de tapas rojas.”
“Miro la mesa en la que apoyé el cuaderno de tapas rojas, y miro, en la mesa, un tintero con base de piedra, y la vela, gruesa, que alumbra el cuaderno, la mesa, mi frente, mi boca y la mano que escribe…”
“¿Quién soy?”
Ese Castelli literario que evoca al orador de la revolución de mayo mientras agoniza de un cáncer en la lengua, escribe lo que recuerda y lo que siente en un cuaderno de tapas rojas. También nosotros descubrimos quiénes somos a medida que narramos a otros o a nosotros mismos lo que nos ha pasado. Las palabras, como dice la cita de Moyano, “sacan a las cosas del olvido y las ponen en el tiempo”, se abren paso en la maraña del lenguaje, para nombrar el mundo y permitirnos encontrar un lugar en él. Palabras nuestras y palabras de otros, porque la “presencia interpelante del otro… nos convierte en seres vivos” (1), nos saca del autismo, nos vuelve humanos. La necesidad de ser escuchados y la importancia de escuchar, va construyendo nuestra memoria: necesitamos alcanzar cierto sentido de lo que fue, discutir acerca de lo que nos ocurre y comprender lo ya ocurrido, si queremos abrir un lugar en el presente. Sin una relación con lo que fue, con los hombres y mujeres que antes hubo, jamás podríamos responder a la pregunta que se hace el Castelli de Rivera. ¿Quién soy?, ¿quiénes somos?, ¿de qué modo hemos llegado hasta aquí?
¿Qué relación hay entre un pasado de “manual” y nuestra vida de todos los días? ¿Qué relación entre los gestos repetidos dentro de casa y lo público clausurado en sus sentidos hasta volverse ajeno? La historia de cada uno de nosotros, aun en sus aspectos más privados, forma parte de un pasado común, y no es posible reconstruir el pasado personal sin reconstruir al mismo tiempo un pasado de época. Poder mirarnos en la trama de lo que nos precedió y reconocer en ella aspectos propios, construye nuestra identidad y nos sostiene. La memoria es un continuo movimiento desde lo individual a lo social y desde nuestras condiciones presentes hacia atrás y hacia el mañana, en un cruce de fuerzas, de luchas, por retomar hilos perdidos, dialogar con zonas replegadas todavía invisibles, aprender de los errores y aciertos de quienes fueron antes, en el intento de construirnos individual y socialmente, porque no hay futuro individual separado del futuro de todos. ¿Quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿por qué de ese modo y no de otro? Me interesa comprender cómo las políticas económicas de un país o del mundo, el liberalismo, la globalización, la dictadura o la guerra, van a doler en insospechados rincones de nuestro mundo personal, duelen en nuestra sexualidad, en nuestra condición de padres, o de hijos, o de empleados, o… ¿De dónde provienen nuestras contradicciones, nuestro deseo de ser “de otra parte” o “de otro modo”, nuestro escepticismo, nuestra creatividad?, ¿de dónde ese archivo de palabras y de imágenes que arrastran hacia nosotros guerras, miseria, orfandad pero también profundos gestos de amor, de dignidad, de responsabilidad para con otros?
Vivimos en un país todavía en construcción, con aspectos muy complejos que incluyen tanto el deseo de integración como el de destrucción del otro, un país donde es todavía muy difícil alcanzar ciertos acuerdos, ciertos contratos sociales que nos incluyan a todos. Esa construcción de identidad, el punto de capitón, se hace, en buena medida, a través de la memoria, pero esa memoria de todos no es unívoca sino un tejido hecho por individuos afectados/atravesados de distintos modos por ciertos hechos. La mirada atenta a un ayer recuperado en su complejidad y sobre todo en su diversidad, nos ayuda a comprender que ese trabajo no nos es ajeno, que podemos formar parte de ese tejido con nuestras ideas, experiencias y sentimientos, que eso que hoy consideramos “nuestro” fue realizado alguna vez por un individuo o una comunidad o un sector social y logró sobrevivir más allá de las fronteras culturales, étnicas o lingüísticas que lo generaron. “Ignoro mi nombre, Fábulo antes de enviarme aquí… (…) …borró todo lo que había en mi memoria, abriéndole espacios para poner en ella la de su pueblo. Y me entregó las palabras, que son mi única realidad, al menos aquí en este refugio”, dice Daniel Moyano en Tres golpes de timbal. Necesitamos releer el pasado, ponerle palabras a lo que ha permanecido invisible, comprender, porque si lo negamos, “las promesas incumplidas, los sueños destruidos y los proyectos que naufragaron” (2), lo que no tuvo lugar, regresa y hace síntoma en el cuerpo social, nos enferma.
La escuela
1.
En la Fundación mítica de Buenos Aires, que Borges incluyó en Cuaderno San Martínen 1929, se dice que los hombres compartieron un pasado ilusorio, y que “sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente”. La dificultad de incluir a otros diferentes de nosotros, parece haber sido una constante en nuestra historia, tal vez también en las historias de otros pueblos. De haber escuchado, de haber prestado atención a lo que oíamos, de haber vuelto los ojos hacia lo que permanecía excluido, olvidado o negado, hubiéramos podido también comprender y ser comprendidos, además de volvernos más responsables. La pregunta que habilita una escucha tiene estatura ética porque le da cabida al otro, nos permite alojar su humanidad, hacerle un lugar en ese relato de todos. Ayudar a las nuevas generaciones a hacerse preguntas, a escuchar y escucharse, para que puedan comprender quiénes son y apropiarse de sus vidas, es uno de los aportes más sustanciales que puede hacer la educación. Un maestro y una escuela predispuestos a escuchar y a que diversos otros puedan escucharse entre sí, construyen un territorio de atención horizontal, no sólo de descenso de un relato instituido, y se constituyen al mismo tiempo en vehículos de traducción, puentes de habla entre partes. Cualquiera sea el nivel educativo en el que esté inserto, el maestro, puede —hoy más que nunca— generar preguntas acerca del modo en que vivimos, porque pese a todo lo que pueda parecer, enseñar está entre los trabajos menos alienados, es una de las ocupaciones humanas donde más y mejor podemos ejercer una mirada crítica, problematizar la realidad, tomar distancia de lo establecido.
2.
¿Qué lugar ocupa en todo esto la lectura? “Los que más necesitan son los que menos pueden decir su palabra”, dijo esa extraña obrera, filósofa, santa que fue Simone Weil. Acercar la palabra a quienes más carecen de ella, hacer que tengan voz y voto en una suerte de “nuevo sufragio universal”, es algo que todavía debemos construir. Cuando leemos, enseñamos, escribimos o ayudamos a otros a leer, a enseñar, a escribir, las palabras nos vinculan al mismo tiempo a lo individual y a lo social, porque la lectura es, además de aquella práctica solitaria y exquisita que a menudo referimos, un instrumento de intervención sobre el mundo que nos permite pensar, tomar distancia, reflexionar, una espléndida posibilidad para dar lugar a las preguntas, a la discusión, al intercambio de percepciones y a la construcción de un juicio propio. Pero para eso… cito “en un ámbito escolar no puede haber malas lecturas. Porque no sólo se trata de formar lectores: se trata de formar buenos lectores. Si no, es como una especie de fetichismo de la lectura por la lectura misma, o de la esperanza de que, aunque lea malos libros, ‘ya lo hemos traído a la república de la lectura’. La escuela tiene que formar un lector que rechace un libro cuando está mal escrito”, dice Martín Kohan.
3.
Los libros que leemos son manifestaciones estéticas acerca de unos otros ficcionales representativos de quienes antes fueron o están ahora, o podrían alguna vez estar, una forma de memoria hecha carne en el imaginario, en la que voces que creímos olvidadas o perdidas o imposibles son traídas para ayudarnos a ver y a construirnos. En la literatura, en el arte, la humanidad encontró un vehículo para transmitir sus representaciones del mundo, diferentes según la época y las condiciones sociales, económicas, culturales. Cada libro —cada novela, cada cuento, cada poema— contiene, con mayor o menor felicidad, una lectura del mundo, y leer lo que fue escrito es ingresar al registro de memoria de una sociedad, a lo que esa sociedad considera (y esto no es orégano sino un verdadero campo de batalla) por alguna razón, perdurable; es entrar a ese inmenso tapiz tejido bajo distintas circunstancias por tantos seres, a lo largo del tiempo. Así entonces podríamos decir que la historia de la literatura y el arte es también la historia de la subjetividad humana y de las condiciones materiales y simbólicas en las que esa subjetividad se desplegó. Contra el solo impulso y la descarga individual, contra el puro entretenimiento y el adormecimiento de la conciencia, el arte nos recuerda quienes somos, nos propone una de las inmersiones más profundas en nosotros mismos y en la sociedad de la que formamos parte.
Ese tejido es tan intenso como heterogéneo, porque está hecho de infinitos aportes singulares. Tomar entonces la palabra para que ingresen también nuestros hilos en el tapiz, los hilos de todos. Múltiples memorias relativizándose unas con otras para que ni el pasado ni el imaginario se clausuren en un relato único, para que permanezca un estado de interrogación que nos permita encontrar las palabras necesarias para narrar lo que aún no se ha narrado. En la construcción de ese tejido de subjetividades, se inscribe buena parte de la importancia de la literatura en una sociedad, ya que nuestros escarceos y sus manifestaciones son intensos ejercicios de comprensión de lo que a nosotros o a unos otros imaginarios les acontece o podría, en ciertas circunstancias, acontecerles.
4.
Así, leer/escuchar/escribir es abrir para nosotros y para otros un camino de libertad. Pero se trata no de algo dado de una vez y para siempre sino de un camino, porque no es ya en un libro o en una acción sino en el tránsito, en la precariedad de lo que está dejando de ser para convertirse en otra cosa, en ese río del tiempo que va de una palabra a otra, de un libro a otro, de un gesto a otro, donde se aprende y donde se enseña. Podemos ofrecer libros y diseñar estrategias de lectura, pero servirán de poco si desarticulamos la capacidad de disparar la letra, si desactivamos su cualidad de transformarnos, de incomodarnos, de hacernos pensar. Escuché decir una vez a una maestra: “quiero ser un puente sencillo entre los libros y mis alumnos”. No sé si pueda haber una definición mejor para un maestro, en cualquier nivel educativo, que la de ser un puente por el que transita un saber recibido, procesado en el crisol de lo más personal, puesto en discusión en el espejo refractario de la propia ideología, para pasarlo luego como un saber que se desea legar a los que llegan, un saber que, según consideramos, los que nos siguen no debieran perder, para que la vida se les haga más intensa, de mayor espesor, con más entidad e identidad o sencillamente más soportable. Un maestro entonces como un puente entre lo que antes hubo y lo que vendrá, un puente a través del cual se produce un encuentro. Pero convertirnos en puente no es una tarea mecánica, ni ingenua ni exenta de ideología. Somos lo que hemos vivido y leído, y somos el resultado de poner en cuestión eso que vivimos y leemos. Tenemos para ello cierta libertad de elegir, aunque no podamos elegir las condiciones en las cuales hacemos esas elecciones; aunque muchas veces tampoco podamos decidir las condiciones en las que enseñamos, porque esas condiciones están atravesadas por una red social, económica, política de la que no siempre tenemos conciencia.
5.
“¿Qué revolución compensará las penas de los hombres?”, se pregunta el Juan José Castelli creado por Andrés Rivera. ¿Qué sociedad deseamos para nosotros mismos y para nuestros hijos? ¿Qué estamos dispuestos a hacer y a qué estamos dispuestos a renunciar para construir esa sociedad que deseamos? ¿En qué nos ha compensado la revolución cuyo bicentenario celebramos? ¿Qué deudas debemos todavía pagar para ser dignos de decir libertad, independencia…?
Ha habido siempre una vinculación entre la guerra y la palabra, entre las luchas por el poder y los relatos. Esa tensión entre la letra y el plomo y entre ambos y el bronce nos recuerda que la palabra, la prensa, el libro, la literatura, no son artefactos ingenuos ni están fuera del cruce de intereses e ideologías de una sociedad. Los hombres de la revolución de mayo y los hombres de letras de nuestra historia, fueron en muchas ocasiones los mismos hombres y en sus obras, tanto como en sus actos, se reflejaron de diversos modos los proyectos ideológicos. “Con la espada, con la pluma y la palabra”, hemos repetido ese estribillo durante décadas, la letra convertida en plomo, la materialización de la metáfora del poeta español Blas de Otero acerca de la poesía como un arma cargada de futuro. ¿Qué pensábamos, que Sarmiento, Echeverría, Eduarda Mansilla o Juana Gorriti no sabían que estaban, con sus plumas, librando batallas?, ¿debemos pensar que eran ingenuos y desconocían la importancia de defender sus ideas, de dejarlas por escrito, de grabarlas en la piedra, de difundirlas a los cuatro vientos?
Hace unos días visite la muestra de las mujeres en la Casa del Bicentenario. Entre las muchas miradas sobre tantos aspectos que tienen que ver con las mujeres, hay imágenes acerca de las cautivas. Las cautivas del gran relato nacional son blancas en manos de salvajes, descendientes de europeos cuyos brutales captores son indígenas. Una metáfora entre otras acerca de la lucha entre la civilización europea, de clase, y la barbarie autóctona, pobre. Todo eso, que en algunas ocasiones fue verdad, hubo muchas mujeres blancas llevadas por indígenas a sus tolderías, contrasta sin embargo con hechos de nuestra historia por todos conocidos, el conquistador blanco ingresando en territorios aborígenes, matando y destruyendo; sabemos que hubo también muchas cautivas indias a manos de captores blancos, que la mujer como botín de guerra es una constante en la historia de los pueblos, sin embargo el relato que heredamos y que aceptamos acríticamente es el relato blanco. Los aborígenes no pudieron integrar, menos aún imponer, su relato en el relato de todos, hablar también ellos de sus mujeres cautivas y de sus hombres y mujeres desculturizados, pauperizados o asesinados. Lo más terrible de todo no es siquiera eso, sino que esto se enseña, se trasmite despojado de su brutalidad ideológica, en escuelas donde los alumnos son nietos, bisnietos de aquellos hombres y mujeres despojados o asesinados. No hace mucho, en una actividad que hice en una escuela patagónica, una docente de la meseta que se presentó como de origen mapuche, dijo: “mis alumnos, todos indígenas concurren cada día a una escuela que se llama General Roca y son obligados a saludar como prócer a quien destruyó a sus pueblos, ¿qué diríamos si un niño de origen judío tuviera que estudiar en una escuela que llevara por nombre Adolf Hitler?” La calle central de más de una ciudad patagónica, por poner otro ejemplo, se llama Primeros Pobladores, en referencia a los primeros colonos que llegaron a los valles a comienzos del siglo XX, ¿de modo que debemos pensar que los hombres y mujeres que habitaron antes esos valles no eran pobladores?, ¿o acaso queremos incluso decir que no eran hombres? Distanciarnos para pensar y tomar posición con respecto a lo que enseñamos, procesar los hechos de nuestra historia, revisar ese pasado que nos precede para que nos incluya a todos de un modo digno en nuestra particularidad y en nuestra diferencia, es todavía en muchos casos, nuestra deuda. La escuela es no sólo el espacio para instalar la lectura —“la gran ocasión”, para decirlo con aquellas palabras de Graciela Montes—, sino también un espacio para construir conciencia acerca de nosotros mismos, desarrollar nuestro pensamiento, no dar por sentado el mundo. Hemos aprendido y enseñado a leer, pero no siempre hemos aprendido y enseñado a leer entre líneas, a entrar en los pliegues de un relato. Tal vez en este aniversario podamos volver a una idea de maestro y una escuela que tienen mucho por enseñar, un maestro y una escuela que nos ayuden a pensar acerca de nosotros mismos. “Mi papel en el mundo, […] no es sólo el de quien constata lo que ocurre sino también el de quien interviene”, decía Paulo Freire, para recordarnos lo que muchas veces olvidamos o se quisiera que olvidemos: la importancia transformadora que puede tener un docente.
La literatura
1.
Una obra es el espacio donde se encuentran —en el momento único que ofrece la lectura— quien escribe y quien lee, dos subjetividades a veces de distintos siglos, de distintas culturas, de distintas lenguas. Escuchar la voz, el grito, el susurro, el dolor o el asombro de una cortesana de la dinastía Tang, un funcionario del siglo de Pericles, un campesino maya k´iché, una solterona norteamericana del siglo diecinueve o una aristócrata rusa de comienzos del siglo veinte, es un encuentro que sólo nos permite el arte. Leemos en nuestra necesidad de ensimismarnos, pero también porque buscamos intensa, desesperadamente, comunicarnos. Siempre pensé, mientras hacía talleres literarios en instituciones carcelarias, en barrios o geriátricos y también en estos últimos años, mientras escribo en mi casa, que las palabras y los libros no son importantes por sí mismos, sino porque a un extremo y al otro de lo escrito o leído hay personas que se encuentran. Los libros son puentes entre personas, puentes para“aprender a pisar, a sostenerse”, como dice la poeta Circe Maia. La literatura no es sólo un conjunto de palabras colocadas en armonía sobre la página, es también pensamiento, utiliza para ser la más compleja construcción social, que es el lenguaje, e intenta, cavando en esa tierra de todos, edificar una lengua privada. Por eso ésta, como todas las artes pero todavía más, es al mismo tiempo íntima y social, lo es en sus ideas, pero más aun en el modo en que utiliza el lenguaje, que es un bien de todos, y en la manera en que eso que es de todos se refleja en la subjetividad individual. Así el cosmos de significación personal que construimos al escribir y recreamos al leer, se dirige doblemente a la sociedad de donde proviene, porque se construye con un bien social y porque se alimenta de los relatos que esa sociedad genera, por todo lo cual doblemente nos incluye.
Lo verdadero y lo ficcional se funden en los procesos de creación de una obra. Una novela, por ejemplo, es una mentira que construimos para decir una verdad que todavía no conocemos, una verdad más verdadera que la verdad. Todo está ahí en el mundo, listo para ser arrebatado: nuestra experiencia y la de otros acerca de cada cosa. El arte se alimenta, se apropia podríamos también decir, de eso que está ahí y es de todos. La apropiación que hace la literatura sobre el patrimonio común, el lenguaje, regresa más tarde o más temprano por sus cauces y nos pide que volvamos la cabeza hacia los otros. Nos pide que miremos, que escuchemos, con atención, con persistencia, con imprudencia, con desobediencia, no para dar respuestas sino para generar preguntas. Un escritor es como “un perro oliendo las huellas que el mundo deja”, dice el cineasta Alexandre Kluge, alguien que, con cierto olfato, emoción y mucho amor por el detalle, imagina lo que pudo haber sido.
2.
Para terminar, un breve fragmento de la conmovedora novela de Coetzee que se titula La edad de hierro, en la que la protagonista, una mujer sudafricana, de raza blanca, profesora universitaria, vieja y enferma le escribe a su hija que vive en Estados Unidos, acerca de una foto:
“Aquel día nos fotografiaron en un jardín. Detrás de nosotros hay unas flores que parecen malvarrosas. A nuestra izquierda hay un lecho de melones. Reconozco el lugar…Año tras año la fruta, las flores y las verduras brotaban en aquel jardín, lanzaban sus semillas, se resucitaban a ellas mismas y nos bendecían con su presencia abundante. Pero ¿Quién atendía todo aquello con su amor? ¿Quién cuidaba las malvarrosas? ¿Quién ponía las semillas de melón en su lecho cálido y húmedo? ¿Era mi abuelo el que se levantaba a las cuatro de la mañana con el frío que hacía para abrir la compuerta y dejar que el agua entrara en el jardín? ¿Y si no era él, a quién pertenecía realmente el jardín? ¿Quiénes son los fantasmas y quiénes las presencias? ¿Quiénes, fuera de la foto, apoyados en sus rastrillos y sus palas, esperando para regresar al trabajo, se apoyan también en el borde del rectángulo, lo doblan y lo quiebran hacia adentro?
Dies irae, diez illa, aquellos en que el ausente está presente y el presente ausente. La foto ya no enseña quién había aquel día en el marco del jardín sino a los que no estaban allí. Guardadas todos estos años en lugares seguros por todo el país, en álbumes y en cajones de escritorios, esta foto y miles como ella han madurado sutilmente, se han metamorfoseado. El baño de fijado no salió bien, o bien el revelado fue más allá de lo que uno habría soñado, pero se han vuelto a convertir en negativos, un tipo nuevo de negativos en los que empezamos a ver lo que solía quedar fuera del marco, oculto.”
Dies irae, diez illa, aquellos en que el ausente está presente y el presente ausente. La foto ya no enseña quién había aquel día en el marco del jardín sino a los que no estaban allí. Guardadas todos estos años en lugares seguros por todo el país, en álbumes y en cajones de escritorios, esta foto y miles como ella han madurado sutilmente, se han metamorfoseado. El baño de fijado no salió bien, o bien el revelado fue más allá de lo que uno habría soñado, pero se han vuelto a convertir en negativos, un tipo nuevo de negativos en los que empezamos a ver lo que solía quedar fuera del marco, oculto.”
Quizás el festejo mayor en este aniversario sea poder mirar con atención lo que a lo largo de doscientos años ha estado fuera del marco, oculto. Incluso descubrir que muchas veces los que no aparecían en la foto, los que se apoyaban en sus rastrillos y sus palas en el borde del rectángulo, esperando que la puesta en escena terminara, para seguir cuidando y regando lo plantado, eran no sólo nuestros antepasados, sino acaso incluso nosotros mismos.
Notas
(1) Mèlich, Joan-Carles. Filosofía de la finitud. Barcelona, Editorial Herder, 2002.
(2) Vidal, Raúl. Ciclo de conferencias sobre olvido y memoria. Córdoba, Casa de Pepino, sábado 10 de abril de 2010.
Lecturas
Borges, Jorge Luis. Fundación mítica de Buenos Aires. En: Obras completas. Buenos Aires, Emece Editores, 1989.
Castrillón, Silvia. Biblioteca escolar: ¿Un modelo legitimista o una propuesta transformadora?. Encuentro de Bibliotecas Públicas y Escolares organizado por la Escuela Interamericana de Bibliotecología de la Universidad de Antioquia de Medellín, Colombia, septiembre de 2009.
Castrillón, Silvia. Presencia de la literatura en la escuela. 4º Congreso Latinoamericano de Lectura y Escritura, Lima, Perú, 4 al 7 de agosto de 1997.
Coetzee, J.M. La edad de hierro. Barcelona, DeBolsillo, 2002.
Freire, Paulo. Pedagogía del oprimido. Buenos Aires, Editorial Tierra Nueva, 1970.
Kluge, Alexander. Entrevista: http://www.goethe.de/mmo/priv/5128030-STANDARD.pdf
Larrosa, Jorge. La experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación. México, Fondo de Cultura Económica, 2003.
Maia, Circe. Dossier. En: Diario de poesía Nº 43. Buenos Aires, Primavera de 1997.
McLaren, Peter. Pedagogía, identidad y poder. Rosario, Homo Sapiens Ediciones, 2003.
Montes, Graciela. La gran ocasión, la escuela como sociedad de lectura. Buenos Aires, Plan Nacional de Lectura, Ministerio de Educación Ciencia y Tecnología, 2007.Disponible en pdf en la página web del Plan Nacional de Lectura. También publicado en el Nº 221 de Imaginaria (Buenos Aires, 5 de diciembre de 2007).
Moyano, Daniel. Tres golpes de timbal. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1990.
Rivera, Andrés. La revolución es un sueño eterno. Barcelona, Editorial Seix Barral, 2005.
Weil, Simone. La gravedad y la gracia. Traducción introducción y notas de Carlos Ortega. Madrid, Editoral Trotta, 1994.
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