17-08-2011 (16:05:15) por Silvina Moschini
En medio de una serie de disturbios en distintas regiones del mundo, las redes sociales han pasado a ocupar el centro de la escena. El primer ministro británico David Cameron, expresó recientemente su deseo de bloquear al acceso a las social networks a aquellos usuarios sospechados de participar en las revueltas londinenses. Cómo se determinará que prácticas son consideradas peligrosas, y qué vías se utilizarán para evitar que únicamente algunos navegantes no puedan usar las plataformas, es algo que el gobierno inglés aún no ha logrado aclarar.
Camerón explicó públicamente su preocupación respecto a la utilización de Twitter, Facebook y el mensajero de BlackBerry por parte de los manifestantes, e incluso pidió a las empresas que eliminarán los posts que consideraba como incitaciones a la violencia. Por lo pronto, Twitter se negó a hacer caso a los reclamos, y desde Facebook aseguraron que ya han cerrado algunas páginas que consideraban inapropiadas.
En Chile, mientras estudiantes y docentes se manifiestan por las calles protestando por el alto costo de la educación universitaria, el presidente Piñera evalúa comenzar a controlar las plataformas de sociabilidad online, ya que considera que las mismas fueron utilizadas para organizar las revueltas. Al mismo tiempo, la Policía de Nueva York acaba de anunciar que creará una división especial destinada a vigilar el comportamiento de los usuarios en plataformas como Facebook, Twitter y MySpace, con el objetivo de evitar que se reproduzcan hechos similares.
Suponer que las redes sociales pueden ser, al menos en parte, responsables de este tipo de sucesos es una equivocación sumamente peligrosa y, además, expresa un desconocimiento total respecto a su naturaleza. Bloquear, monitorear o limitar el acceso a las plataformas de sociabilidad online aduciendo motivos de “seguridad” no sólo constituye un error, sino que también se sostiene en una idea confusa sobre su funcionamiento. Culpar a Facebook, Twitter o a los sistemas de mensajería instantánea por las revueltas, sería como pretender encarcelar a un fabricante de papel porque su producto fue utilizado para construir carteles incitando a la violencia.
En los últimos meses hemos visto múltiples casos en los que las social networks han ayudado a la organización de protestas y movimientos sociales. Las múltiples crisis en el norte de África a comienzos de este año demostraron cómo los bloqueos a las plataformas online no sólo fueron inefectivos para detener las protestas si no que, en la mayor parte de los casos, aumentaron la indignación de los manifestantes. En otras ocasiones, tragedias naturales como la de Japón transformaron a las redes sociales en la única vía efectiva para mantener el contacto con los seres queridos debido al colapso de otros dispositivos.
El peligro que anida detrás de los proyectos de control de los medios sociales consiste, básicamente, en confundir a una plataforma de comunicación con la información que circula a través de ella. Los que trabajamos en este ámbito lo sabemos perfectamente: nuestro querido McLuhan estaba equivocado, el medio, sin lugar a dudas, no es el mensaje. El mensaje siempre está originado en los usuarios, y el medio no es más que una plataforma entre tantas otras para amplificarlo y darlo a conocer.
Facebook, Twitter o YouTube pueden ser utilizados para incitar a la participación o para propiciar la violencia, para enviar mensajes frívolos o para hacer circular consignas políticas. Intentar limitar su funcionamiento basándose en la mala utilización que podrían desarrollar los usuarios, sería similar a pretender cerrar las estaciones de radio porque a través de ellas podría llegar a alentarse los disturbios, algo que hoy nadie en su sano juicio sería capaz de proponer.
Suponer, entonces, que las social networks pueden llegar a tener algún tipo de responsabilidad directa en los disturbios que se desarrollan actualmente en distintos lugares del mundo, es una completa equivocación. Sin lugar a dudas, el origen de los conflictos debe ser buscado en factores sociales mucho más profundos y complejos y, definitivamente, controlar los medios sociales no sería una decisión correcta para dar fin a los conflictos.
Al menos en los últimos dos siglos, las democracias de occidente han sido un ejemplo en la defensa de las libertades personales, entre las cuales se consagra a la libertad de expresión como uno de los derechos fundamentales de los ciudadanos. Poner en peligro esa noble tradición sólo por no comprender correctamente cuál es el origen real de los conflictos, es un error que deseo fervientemente que no llegue nunca a concretarse.
Camerón explicó públicamente su preocupación respecto a la utilización de Twitter, Facebook y el mensajero de BlackBerry por parte de los manifestantes, e incluso pidió a las empresas que eliminarán los posts que consideraba como incitaciones a la violencia. Por lo pronto, Twitter se negó a hacer caso a los reclamos, y desde Facebook aseguraron que ya han cerrado algunas páginas que consideraban inapropiadas.
En Chile, mientras estudiantes y docentes se manifiestan por las calles protestando por el alto costo de la educación universitaria, el presidente Piñera evalúa comenzar a controlar las plataformas de sociabilidad online, ya que considera que las mismas fueron utilizadas para organizar las revueltas. Al mismo tiempo, la Policía de Nueva York acaba de anunciar que creará una división especial destinada a vigilar el comportamiento de los usuarios en plataformas como Facebook, Twitter y MySpace, con el objetivo de evitar que se reproduzcan hechos similares.
Suponer que las redes sociales pueden ser, al menos en parte, responsables de este tipo de sucesos es una equivocación sumamente peligrosa y, además, expresa un desconocimiento total respecto a su naturaleza. Bloquear, monitorear o limitar el acceso a las plataformas de sociabilidad online aduciendo motivos de “seguridad” no sólo constituye un error, sino que también se sostiene en una idea confusa sobre su funcionamiento. Culpar a Facebook, Twitter o a los sistemas de mensajería instantánea por las revueltas, sería como pretender encarcelar a un fabricante de papel porque su producto fue utilizado para construir carteles incitando a la violencia.
En los últimos meses hemos visto múltiples casos en los que las social networks han ayudado a la organización de protestas y movimientos sociales. Las múltiples crisis en el norte de África a comienzos de este año demostraron cómo los bloqueos a las plataformas online no sólo fueron inefectivos para detener las protestas si no que, en la mayor parte de los casos, aumentaron la indignación de los manifestantes. En otras ocasiones, tragedias naturales como la de Japón transformaron a las redes sociales en la única vía efectiva para mantener el contacto con los seres queridos debido al colapso de otros dispositivos.
El peligro que anida detrás de los proyectos de control de los medios sociales consiste, básicamente, en confundir a una plataforma de comunicación con la información que circula a través de ella. Los que trabajamos en este ámbito lo sabemos perfectamente: nuestro querido McLuhan estaba equivocado, el medio, sin lugar a dudas, no es el mensaje. El mensaje siempre está originado en los usuarios, y el medio no es más que una plataforma entre tantas otras para amplificarlo y darlo a conocer.
Facebook, Twitter o YouTube pueden ser utilizados para incitar a la participación o para propiciar la violencia, para enviar mensajes frívolos o para hacer circular consignas políticas. Intentar limitar su funcionamiento basándose en la mala utilización que podrían desarrollar los usuarios, sería similar a pretender cerrar las estaciones de radio porque a través de ellas podría llegar a alentarse los disturbios, algo que hoy nadie en su sano juicio sería capaz de proponer.
Suponer, entonces, que las social networks pueden llegar a tener algún tipo de responsabilidad directa en los disturbios que se desarrollan actualmente en distintos lugares del mundo, es una completa equivocación. Sin lugar a dudas, el origen de los conflictos debe ser buscado en factores sociales mucho más profundos y complejos y, definitivamente, controlar los medios sociales no sería una decisión correcta para dar fin a los conflictos.
Al menos en los últimos dos siglos, las democracias de occidente han sido un ejemplo en la defensa de las libertades personales, entre las cuales se consagra a la libertad de expresión como uno de los derechos fundamentales de los ciudadanos. Poner en peligro esa noble tradición sólo por no comprender correctamente cuál es el origen real de los conflictos, es un error que deseo fervientemente que no llegue nunca a concretarse.
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