Hay muchos momentos en la vida en los cuales no sabemos qué hacer. Tres de ellos son especiales; se trata de situaciones por las cuales nunca habíamos pasado antes. Una es nuestra primera infancia. Nada sabemos, todo tenemos que aprenderlo. Otra es cuando nos convertimos en padres y madres. No hay forma de aprender si no es a partir de la presencia de los hijos. Una tercera llega con la vejez de nuestros padres. Sabíamos ser hijos de padres adultos, que nos enseñaban y guiaban, que se hacían cargo de protegernos, cuidarnos y proveernos. Ellos eran autónomos. Pero ahora son, en muchos aspectos, como aquellos niños que nosotros éramos. Es algo inédito. Gira la rueda de la vida. Se suceden los ciclos, no hay modo de detenerlos ni alterarlos. Es cuestión de vivirlos.
También nuestros padres tienen que aprender a ser viejos. No lo habían sido antes. Y acaso lo más inquietante de su vejez es que nos recuerda que un día, si el viaje existencial se cumple naturalmente, nosotros llegaremos a misma estación. Así como hubo un momento en el cual debimos ceder algunos de nuestros intereses porque nuestros hijos pequeños necesitaban de nuestra presencia, asistencia y tiempo, hay una etapa en la cual serán nuestros padres quienes necesitarán eso mismo de nosotros. Nuestros hijos pequeños y nuestros padres ancianos nos recuerdan, desde lugares sensibles, la presencia de los otros en nuestras vidas, los necesarios e inexorables lazos que nos unen a ellos. Así como hemos necesitado a unos para crecer, necesitaremos de los otros para transitar nuestra retirada y nuestra despedida de una manera amorosa.
La vejez de nuestros padres no es algo que ellos nos hacen. Es algo que sucede, les sucede, nos sucede. Una de las más emotivas reflexiones que conozco acerca de esa etapa de la vida es De senectute , memorias del filósofo, periodista y escritor italiano Norberto Bobbio (1909-2004). Bobbio ni engaña ni se engaña; admite que la vejez (la suya fue lúcida y activa) no es fácil de abordar, y concluye: "Quien ha llegado a la edad que yo tengo debería alentar un solo deseo y una sola esperanza: descansar en paz". No se refiere específicamente a la muerte, sino a la aceptación, propia y extraña, de los tiempos, las necesidades, los ritmos, los límites de esa edad. "Sería necio, amén de vano, acicalarse para borrar las arrugas y fingir una juventud que hemos dejado a las espaldas", escribe. Sería igualmente necio, como hijos, reclamarles a esos padres que sean los que ya no son o nunca fueron. Tal reclamo reduce a esos adultos que son los hijos a un estadio infantil. Como dice nuestra amiga Cecilia, profesionales eficientes, cabezas de familia, ciudadanos activos, olvidan de pronto que son adultos, demandan a destiempo, se quejan de responsabilidades que son deberes naturales de la vida, exigen como niños. En definitiva, enturbian una circunstancia existencial que ofrece la posibilidad de comprender, reparar, trascender.
En La felicidad en la familia, la psicoterapeuta y escritora austriaca Elisabeth Lukas señala que cuando las personas ya adultas dejan de juzgar, regañar y exigir a sus padres y, a su vez, éstos ya no escrutan la vida de los hijos, "ambos tienen vía libre para desenmarañar en paz sus enredos y asumir una actitud benevolente ante los nudos que quedan".
Cuando no los violentamos, los ciclos de la vida revelan una secreta y maravillosa armonía. Detectarla es una demostración de sabiduría, de haber aprendido algo. Así es como acabamos cuidando a aquellos que nos cuidaron, siendo pacientes con quienes nos tuvieron paciencia, renunciando a tiempos y urgencias nuestras a favor de aquellos que, en su momento, renunciaron por nosotros a tiempos y urgencias propias. Como dice Lukas, "el que toma sobre sí una carga pesada para aliviarle la carga a otro miembro de la familia, no ha vivido en vano".
De estas pequeñas cosas trata el sentido de la vida.
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Publicado por Blogger para Bibliópolis: la ciudad de Daniel... el 1/04/2013 07:49:00 p.m.
También nuestros padres tienen que aprender a ser viejos. No lo habían sido antes. Y acaso lo más inquietante de su vejez es que nos recuerda que un día, si el viaje existencial se cumple naturalmente, nosotros llegaremos a misma estación. Así como hubo un momento en el cual debimos ceder algunos de nuestros intereses porque nuestros hijos pequeños necesitaban de nuestra presencia, asistencia y tiempo, hay una etapa en la cual serán nuestros padres quienes necesitarán eso mismo de nosotros. Nuestros hijos pequeños y nuestros padres ancianos nos recuerdan, desde lugares sensibles, la presencia de los otros en nuestras vidas, los necesarios e inexorables lazos que nos unen a ellos. Así como hemos necesitado a unos para crecer, necesitaremos de los otros para transitar nuestra retirada y nuestra despedida de una manera amorosa.
La vejez de nuestros padres no es algo que ellos nos hacen. Es algo que sucede, les sucede, nos sucede. Una de las más emotivas reflexiones que conozco acerca de esa etapa de la vida es De senectute , memorias del filósofo, periodista y escritor italiano Norberto Bobbio (1909-2004). Bobbio ni engaña ni se engaña; admite que la vejez (la suya fue lúcida y activa) no es fácil de abordar, y concluye: "Quien ha llegado a la edad que yo tengo debería alentar un solo deseo y una sola esperanza: descansar en paz". No se refiere específicamente a la muerte, sino a la aceptación, propia y extraña, de los tiempos, las necesidades, los ritmos, los límites de esa edad. "Sería necio, amén de vano, acicalarse para borrar las arrugas y fingir una juventud que hemos dejado a las espaldas", escribe. Sería igualmente necio, como hijos, reclamarles a esos padres que sean los que ya no son o nunca fueron. Tal reclamo reduce a esos adultos que son los hijos a un estadio infantil. Como dice nuestra amiga Cecilia, profesionales eficientes, cabezas de familia, ciudadanos activos, olvidan de pronto que son adultos, demandan a destiempo, se quejan de responsabilidades que son deberes naturales de la vida, exigen como niños. En definitiva, enturbian una circunstancia existencial que ofrece la posibilidad de comprender, reparar, trascender.
En La felicidad en la familia, la psicoterapeuta y escritora austriaca Elisabeth Lukas señala que cuando las personas ya adultas dejan de juzgar, regañar y exigir a sus padres y, a su vez, éstos ya no escrutan la vida de los hijos, "ambos tienen vía libre para desenmarañar en paz sus enredos y asumir una actitud benevolente ante los nudos que quedan".
Cuando no los violentamos, los ciclos de la vida revelan una secreta y maravillosa armonía. Detectarla es una demostración de sabiduría, de haber aprendido algo. Así es como acabamos cuidando a aquellos que nos cuidaron, siendo pacientes con quienes nos tuvieron paciencia, renunciando a tiempos y urgencias nuestras a favor de aquellos que, en su momento, renunciaron por nosotros a tiempos y urgencias propias. Como dice Lukas, "el que toma sobre sí una carga pesada para aliviarle la carga a otro miembro de la familia, no ha vivido en vano".
De estas pequeñas cosas trata el sentido de la vida.
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Publicado por Blogger para Bibliópolis: la ciudad de Daniel... el 1/04/2013 07:49:00 p.m.
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