Asuntos tristes de cada día
Firmar el certificado de defunción supone cerrar burocráticamente la existencia de una persona. Con ese documento, se apagan los datos de una vida. Mirar el cadáver de una persona que conociste viva, su manera de hablar, su razonamiento, su energía o falta de ella en la ancianidad, constituye un acto esencial para un médico. Tan importante como ayudarle en vida a sobrellevar la enfermedad es certificar, cual Caronte - barquero del Hades -, el paso de este mundo al otro no-mundo. La familia expectante, las palabras de condolencia, el comentario sobre la ausencia de sufrimiento en el final de una anciana de 96 años, todo constituye un momento especial para un médico. Pero casi nada es sencillo sino doloroso y de ello se encargan los burócratas y los aprovechados. A media tarde, la llamada del hijo de la fallecida me solicita que debo firmar en un lateral del certificado oficial de defunción una frase que no está incluida en el modelo habitual: "no hay inconveniente para la incineración". En un país donde el porcentaje de incineraciones llega en algún lugar a más del 50%, tener que escribir en un lateral la susodicha frase es patético. Agradecido por mi desplazamiento para firmarlo, me cuenta que le pedían más de 3.000 euros por la versión más sencilla en la primera funeraria y al levantarse de la mesa, le han rebajado 1.000 euros directamente. Cosas de la liberalización. La muerte siempre ha tenido un precio.
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